TESTIMONIO

La promesa, la duda y la fe

Zacarías y la Virgen representan la incredulidad ante el anuncio y la adhesión amorosa. Dios eligió comunicarse a través de lo humano, por ello el hombre no puede oponer su incapacidad como objeción insalvable. A tres años de su muerte, el texto de una intervención de nuestro querido Enzo

ENZO PICCININI

Zacarías fue un sacerdote del Antiguo Testamento que se vio sorprendido por el anuncio del Ángel cuando oficiaba en el Sancta Sanctorum del Templo de Jerusalén. En aquellos tiempos este honor le correspondía a un sacerdote una o, a lo sumo, dos veces en la vida. Por tanto, Zacarías debía estar muy concentrado, lleno de devoción y de temor de Dios. Quizá falto de fe, que es un valor diferente y más grande que el del rito y la devoción. Era un hombre justo, como su mujer, irreprensible en la observancia de la ley (Lc 1,6). Pero no estaba preparado para recibir el anuncio, no vivía de la fe de Abrahán: pide un signo, «¿Cómo conoceré esto?», y lo justifica con una objeción: «Pues soy viejo y mi mujer de avanzada edad» (Lc 1,18). Por eso recibe un signo negativo: porque no creyó, no volverá a hablar hasta que aquello en lo que no ha creído se realice (Lc 1,20). La privación de la palabra no es un castigo cualquiera, impide dar gloria a Dios públicamente y proclamar sus obras maravillosas (como hará María en el Magnificat). Es, por tanto, el broche perfecto para una falta de fe.

Criatura nueva
En la perspectiva teológica de Lucas, el pecado de Zacarías está ligado a la imperfección de la Antigua Alianza. Es el padre de Juan el Bautista, el precursor, el más grande nacido de mujer, pero el menor del Reino de los cielos (Mt 11,11). La dimensión puramente natural del hombre (el ser nacido de mujer) no puede hospedar interiormente la inmensidad del acontecimiento de Dios, la reduce siempre a alguna de sus medidas. La Virgen es la primera del Reino de los cielos, la primera criatura nueva totalmente abierta a la iniciativa de Dios. Todo en ella simboliza la Nueva Alianza, en contraste con Zacarías: es una mujer, lo que en la sociedad de entonces significa un papel humilde, y vive en una aldea oscura y desconocida (cf. Jn 1,46). Dios escoge un instrumento humilde para anunciar su poder y confundir a la medida humana, siempre tentada de imponerse a la realidad (cf. ICo 1,27-28). Se supera la estructura religiosa y cultural del Templo: Dios habita donde se le acoge por pura fe. De hecho, Dios es la irrupción de un evento en la historia que rompe y elimina todas las medidas.
La diferencia entre la fe de la Antigua y la de la Nueva Alianza está en el objeto: es una promesa diferente y mayor, un acontecimiento definitivo e inconmensurable para la inteligencia humana, es el misterio definitivo que se cumple.
Ante la venida de Dios, el hombre está llamado a una fe que acoja hasta el fondo el hecho, y una fe así sólo puede ser don.

Voluntad de obedecer
La Virgen es el eterno modelo de esta fe. No opone ninguna objeción, ante un anuncio incluso más increíble que el que recibe Zacarías. Es la concepción virginal, ni siquiera la concepción a una edad tardía. La pregunta que plantea expresa una voluntad de obediencia, la petición de una indicación para obedecer. Es una fe iluminada, no ciega. Ya antes se preguntaba qué sentido tenía para ella un saludo tan solemne. Después, Lucas señala que María guardaba y meditaba en su corazón todos esos acontecimientos. Sin haberlo pedido, se le da un signo (Isabel, la estéril, ha concebido) que confirma el plan de Dios, y que María interpreta inmediatamente con obediencia, porque se pone en camino. La finalidad no era comprobar si era verdad o no el signo, sino ponerse a disposición de la misión que se le había confiado sin demora. El encuentro entre María e Isabel es en realidad el encuentro entre Jesús y Juan, que recibe el Espíritu ya en el seno materno y por boca de su madre reconoce exultante al Mesías. «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá todo lo que el Señor te dijo» (cf. Lc 1,45). La Virgen misma retoma esta aclamación de Isabel: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). Esta bienaventuranza consiste también en una dignidad nueva que se le reconoce al hombre: la de ser instrumento del designio de Dios, colaborar en el cumplimiento de su obra de salvación. El acontecimiento de Dios se cumpliría en cualquier caso venciendo la debilidad del hombre, porque su poder es infinito.

Colaborar en la obra de Dios
Juan Bautista nació a pesar de que Zacarías había dudado. Pero la falta de fe aparta al hombre de la colaboración en la obra de Dios; el acontecimiento se cumple de todas maneras, pero no inunda ni penetra la existencia, no se convierte en regla, principio, contenido de la existencia de quien Dios quería implicar en su acción. La fe da a la Virgen una función: «He aquí la sierva del Señor». No es exactamente una profesión de humildad, porque ser sierva del Señor es en la Biblia un título de gloria. El siervo de Yahveh, del que había profetizado el DeuteroIsaías (Is 42, 1ss.; 49, 1ss.; 50, 4ss.; 52, 13ss.), es el instrumento a través del cual Dios salva. El siervo por excelencia es el Mesías, del que va a ser madre María. Llamándose sierva del Señor, la Virgen comprende qué tiene que ver en la tarea de su Hijo, en su pasión y su gloria. Su primer servicio, su primera actuación como sierva del Señor es la Visitación. Lleva a su Hijo, que ya ha comenzado a ser su Señor, a recibir el homenaje del precursor, también en el vientre materno. En este servicio está representada toda su función de presentar al Hijo de Dios a la adoración y glorificación de todos los hombres. Dios no trata al hombre - que es su imagen - como objeto pasivo de su acción, sino que lo llama a colaborar con Él. La forma de colaborar del hombre es la fe, la superación de todo criterio propio para vivir únicamente de la adhesión a la iniciativa misteriosa y poderosa del Dios que salva.