PEREGRINACIÓN

Pueblo en camino

Más de cuarenta mil personas participaron el pasado 8 de junio en la peregrinación a la Casa de Nazaret. El subcomandante Cashien, bombero de Nueva York, y Brighi, futbolista de la Juventus, hablaron a los participantes durante el recorrido, y se leyeron los mensajes del Papa y de don Giussani

NICOLA BONADUCE

Es noche cerrada y la visión del estadio Helvia Recina de Macerata es impresionante: miles de personas atentas en silencio, un pueblo, pero cada uno con su fardo de peticiones, de gratitud y de espera.
Los primeros testimonios son del subcomandante Cashiern de los bomberos de Nueva York: «Si después de tanto mal existe el deseo de reconstruir, de recomenzar, quiere decir que el mal no tiene la última palabra»; y el de Brighi, joven futbolista de la Juventus: «...Sé que lo que se me ha dado no es mérito mío y por ello tengo una gran responsabilidad».
El acto con el que se abre la Peregrinación que promueve Comunión y Liberación y en el que participan todos como en un gesto unitario de la Iglesia, ofrece siempre una multiplicidad de testimonios interesantes. Todos esperan el mensaje de don Giussani con gran expectación: «Ruego a la Virgen de Loreto que encuentre siempre un alma sedienta del Misterio del Cuerpo de Cristo en la devoción que todo el pueblo, los amigos y yo le profesamos, la misma que se aprecia en el corazón del Papa, en su coraje y fidelidad».

Somos ese pueblo
Se aplaude intensamente a un verdadero amigo que aporta un juicio clarificador sobre la tarea que nos espera. Reunidos aquí somos ese pueblo sediento del Cuerpo de Cristo; somos su pueblo porque expresamos el deseo y la petición. Lo percibimos cuando alguien despierta nuestra memoria, porque somos amigos de Jesús no por mérito nuestro, sino porque Él mismo nos ha elegido.
Comienza la misa, somos unos treinta mil, pero cada uno está solo ante el Misterio. El silencio personal unifica y hace poderosa la petición de todos: «Conviértenos en luz del mundo». Como nos recuerda en la homilía el cardenal Re: «Peregrinar es la forma alegórica de la vida y la modalidad más antigua de devoción con la que se identifica el pueblo cristiano».
Y al terminar la misa, «...podéis ir en paz». Y en paz nos ponemos en fila, en paz aceptamos el lugar que se nos asigna, la tarea personal en el largo camino. Nuestro lugar entre la multitud es «nuestro trono», es la tarea que se nos ha confiado y, por tanto, es la mejor, como dice don Giancarlo.
Sí, también para Lucas, que el año pasado peregrinó con una petición en el corazón por la salud de su hija recién nacida que estaba gravemente enferma, y murió poco después. Este año ha vuelto pidiendo por el bebé que esperan: sólo la certeza de un destino bueno puede explicar esta misteriosa esperanza; sólo la certeza de la tarea, de la tarea que se me encomienda, puede hacer esperar contra toda esperanza. Y ese pueblo que camina a tu lado es ya una esperanza, aún más, es ya la respuesta que consuela y acompaña.
Empezamos los misterios del Rosario con la sencilla y genial sucesión: el gozo, el dolor, la gloria, metáfora de la vida, del peregrinar, de todo gesto humano.
Aguardamos esperanzados, sufrimos en el camino y gozamos en la meta.

Canta y camina
En cualquier caso la petición es ya una certeza, la certeza de que hay un Tú al que pedir, un Tú del que este pueblo que está caminando es «el signo actual», como repite don Giancarlo y nos recuerda don Benzi a las dos de la madrugada, de vuelta de las aceras en las que desarrolla su obra de caridad con las prostitutas de la costa: «Vosotros sois los testigos de la alegría que da pertenecer a Jesús». La verdadera alegría que reconoce incluso el dolor y el sufrimiento, la única alegría que no deja fuera nada.
Seguimos caminando y cantamos; como decía san Agustín: «La vida es: canta y camina». Con Loreto a la vista, el canto se convierte en alegría y el camino se hace más ligero. Contemplando el cielo con pocas estrellas y muchas nubes, ese mismo pedazo de cielo que observara Leopardi, vuelven a la mente las palabras del pastor errante de Asia: «¿Para qué tantas luces?¿/ ¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda,/ infinita serenidad? ¿Qué significa esta/ soledad inmensa? ¿Y yo, qué soy?». Soy miembro del cuerpo de ese Misterio que me hace. Y no por mérito o esfuerzo mío, sino por la gracia de formar parte de este pueblo.
Por ello conmueve y es verdadera la respuesta de una jugadora de voleibol de origen checoslovaco, atea, cuando se le preguntó por qué peregrinaba a pesar de ser atea (y no es la única, dado que muchos no creyentes caminan por curiosidad o amistad): «Quiero ver el rostro de los que creen en Cristo».
Sí, ver rostros con la misma ternura que tenía María cuando, embarazada de Jesús, vivía en la Santa Casa que ahora está ante nuestros ojos. Dios se encarnó allí y renace cada instante en su pueblo ante la pregunta dramática «¿Y yo, qué soy?» para darle respuesta.