Editorial

«Yo soy un grito infinito»

En los muros de nuestras ciudades y en los medios de comunicación hace meses que vienen desarrollándose ciertas campañas publicitarias que tienen algo en común: todas insisten en el “yo”. «Porque yo lo valgo», dicen algunos personajes famosos (y ricos) anunciando un perfume o no sé qué. Un automóvil se presenta como diferente a los demás porque «se parece a ti». Da la impresión, por tanto, de que el “yo” está de nuevo en boga, al menos entre los publicistas. ¿Mérito de las convicciones de los expertos del marketing que tratan de “personalizar” sus productos? Probablemente, el término “yo” evoca en todo el mundo algo importante. Hay quienes piensan que nos encontramos frente a una evolución del individualismo: se insiste en el “yo” porque son pocas las cosas que se sienten comunes a todos. En el fondo, cada cual se siente una persona aislada; por tanto, hay que remarcar este aspecto del individualismo y amor propio: éste es el mensaje de los señores de la publicidad.
Y, en la opinión de muchos, no se puede poner pegas a este mensaje. Sin embargo, se trata de un razonamiento evidentemente equívoco y tendencioso.
De hecho, si preguntásemos a bocajarro: «¿Tú quién eres?»; o mejor aún: «¿Qué es tu “yo”?», lo más probable sería obtener balbuceos y medias frases que más o menos equivaldrían a decir: «Yo soy amigo de... yo soy el hijo de... la novia de...», o «soy el que va a ese colegio... yo soy de Milán o de Madrid ».
En definitiva, lo que da comienzo a una definición de nuestro “yo”, incluso superficialmente, es la serie de lazos que lo rodean. El compromiso con esos lazos, partiendo de los que son naturales, con el padre y la madre, forja la primera conciencia clara acerca de la naturaleza del “yo”. Un lazo será más importante cuanto más decisivo me parezca para la definición de mí mismo. Por eso, cuando nos golpea el dolor de una pérdida (un luto, una amistad o un amor que se termina) nos sentimos como perdidos, sin reconocernos a nosotros mismos.
Leopardi concluye el himno A su dama, paradigma del ideal perdido, o quizás inexistente, definiéndose a sí mismo como un “ignoto amante”. Desconocido para él mismo, en primer lugar. «Y yo, ¿qué soy?» había gritado al cielo su pastor errante.
En nuestro tiempo, la cultura y el poder dominantes han favorecido sistemáticamente la imagen del hombre sin vínculos, definido por el afán de afirmarse, empeñado en sacar provecho de todo, pero que al final, sucumbe a las modas y a los criterios más fuertes. Un “yo” independiente y fluctuante, reducido a sentimientos inestables, afanado ciegamente en buscar algo infinito, que no obstante huye de cada objeto que parezca prometerlo.
Un cantante italiano muy popular ha lanzado su último disco con una canción que termina repitiendo tres veces: «Estamos solos». Y el grupo español Los Planetas canta: «Y si todo está tan bien ¿por qué este vacío que siento?». Son expresiones de un deseo desesperado de que ésa no sea, a pesar de todo, la última palabra.
¿Qué propone la experiencia cristiana, vivida conscientemente, frente a este sentir común, que en sus vértices más agudos y serios se convierte en pregunta e inquietud que recuerda a Pasolini: «Yo soy un grito infinito»? La experiencia cristiana no propone una teoría sobre el “yo”, ni una refinada psicología: propone un descubrimiento. El “yo” se descubre, igual que se descubre una nueva tierra o un nuevo horizonte. Mediante el encuentro con el Acontecimiento cristiano se descubre que hay un Padre que genera continuamente nuestro “yo”, que ha entrado en la historia y que le es fiel. Y la señal más evidente de este generar que continuamente actúa es el verse confiado a un pueblo.
El sentido, la conciencia de nuestro origen y de nuestro destino coincide con la pertenencia a este pueblo. Eso es lo que los poderes mundanos no han soportado nunca de los judíos y los cristianos. La existencia de este pueblo, de hecho, limita la posibilidad que tiene la mentalidad dominante de condicionar a las personas, y muestra que su origen y dignidad no residen en lo que decidan las leyes del Estado o las ideologías.
El descubrimiento del “yo” y de su consistencia conlleva la disposición para actuar en la realidad, en el ambiente de cada uno y en la sociedad, buscando defender y promover el valor del “yo” de todos.
Y no sólo como estrategia publicitaria...