Hemingway 1899-1961

Apasionado amor por la vida

Todo merece ser vivido y relatado. Esto es lo que emerge de las mil historias y de los mil personajes de los libros del que fue soldado, donjuán, bohemio, periodista, ganador del premio Pulitzer y del Nobel de literatura. El retrato de un hombre en busca «de una aventura que dé sentido a todos los instantes»

GIANCARLO GIOJELLI

Sucedió la noche del 2 de julio de 1961 en la bonita casa de Ketchum, en el Sun Valley de Idaho: un disparo y un fusil en el suelo, papá Hemingway que muere y Mary, su mujer, que jura que estaba limpiando las armas y que todo sucedió “involuntariamente”; esto nunca lo ha creído nadie. No se debería contar una vida así, «vivida intensamente, sin dejar pasar los días sin más», partiendo precisamente del final. Pero ese final había sido en realidad el único tenaz, temido, desafiado, amado, odiado, afrontado y provocado final. Soñado tantas veces y tantas veces relatado. Final que espera allá arriba en el Kilimanjaro, sobre la nieve, un leopardo que no debería estar allí y que, sin embargo, llegó hasta allí; final que espera al torero y que se concentra completamente en el cuerno que hiere y en la arena que se vuelve más grande, cada vez más grande y después más pequeña, cada vez más pequeña y luego más grande y después más nada. Final que espera en la guerra y en las granadas, y al soldado que reza y reza a Dios y llora y llora e invoca a su madre y cuando todo acaba se va a un burdel a coger una enfermedad venérea. Final que espera al campeón de esgrima herido en la mano, el más guapo, el oficial más guapo y digno del ejército italiano al que ya no le queda nada de gloria y de esplendor y solamente un arrebato de nerviosismo traiciona el tremendo dolor por la muerte de su mujer. Final que espera a la dulce y guapa enfermera embarazada que escapa a Suiza para morir en el parto, enamorada del soldado americano voluntario en Italia; un hombre que conduce una ambulancia de la Cruz Roja para ver de cerca la muerte de la guerra y ver morir a la mujer que ama.
Final que nos espera a todos, también a él, al escritor que ama con locura la vida. Final que había esperado su padre, que también se suicidó; el padre médico de los pieles rojas que, de pequeño, llevaba a Ernest a la región de los grandes lagos, a las reservas de las tribus. Allí volvió cuando era ya un muchacho y se enamoraba de aquellas chicas de piel más oscura, con ojos grandes y rasgados, y bebía whisky desde hacía poco y dormía en la selva. Final que espera al boxeador que fue famoso y ahora está afectado por el Parkinson que le ofusca el cerebro; un hombre que duerme en los vagones del ferrocarril y comparte la comida con el muchacho negro que sigue siendo su amigo, y que le casca el huevo en la sartén sobre el bacon que fríe por la noche. Todo es digno de ser vivido y relatado. Y Hemingway lo va a buscar: el todo, el ruido y el silencio. Y lo encuentra inmediatamente, a los 19 años, cuando trabaja como cronista para el Kansas City Star, el periódico donde los redactores jefe gritan que quieren una línea y una noticia, una palabra y un hecho, con pocos adjetivos, nada de comentarios, sólo nombres, cosas, dónde, cuándo, con verbos claros y diálogos concisos.

Héroe y periodista
En todas partes hay alguien y algo que merece ser relatado. En la guerra, la Primera Guerra Mundial, en el frente italiano, donde se presenta como voluntario; en su patria, en las noches insomnes que le atormentarían durante toda la vida, detrás de las botellas que vacía sin tregua, pero de manera limpia, sin dejar que el líquido rebose del vaso porque la dignidad está en un lugar limpio, bien iluminado, donde poder descubrir la nada y marcharse sin dejar que el dolor te doble la espalda.
Dos cosas es capaz de ser como ningún otro de su generación: héroe y periodista. A los 20 años en Italia, en el frente, conduce una ambulancia de la Cruz Roja, porque un defecto en la vista le impide prestar sus servicios en el frente de combate. Entonces se va a primera línea con la bicicleta, dice que para llevar medicinas y víveres a los soldados, pero en realidad es para ver de cerca la muerte que tiene que relatar. Allí descubre que los soldados mueren mal cuando las granadas les explotan cerca. La metralla le llega también a él que sigue ayudando a los heridos con los trozos de metralla en el cuerpo. Le condecoran dos veces y le mandan al hospital. Allí sigue escribiendo haciendo enloquecer a la censura y hace enloquecer también a la enfermera Agnes Von Kurovwskj, en el hospital americano del centro de Milán, en la via Spadari, donde por la tarde pasea y ve los zorros plateados expuestos en las vitrinas de las tiendas de caza, las bonitas colas salpicadas de nieve. Y oye a los obreros del barrio comunista que insultan a los oficiales condecorados. Agnes le ama pero no quiere casarse con él. La vuelta a su patria es una pesadilla. En su casa, en la bonita casa de su rica familia protestante, en Oak Park, en el Norte, cerca del lago Michigan, no puede estar. Va de caza, escribe, escribe y bebe. Y se vuelve a marchar con su mujer Adley Richardson. Tiene veintiún años y ya es famoso.

Los viajes
Sólo es capaz de vivir aventuras extraordinarias, viaja. París (el París en que los escritores americanos vivían días extraordinarios y Scott Fitzgerald se encontraba con Ezra Pound, James Joyce y Gertrude Stein). La Suiza de las montañas blancas y altas. La España de las casas blancas donde beber vino tinto fuerte y charlar con los toreros después de la corrida. La Grecia y la Turquía en guerra. Italia, Milán y las noches de San Siro en las calles donde corren los jinetes para descargar peso e intercambiar información sobre los caballos. Vive todo, encuentra todo, relata todo. Es el periodista más querido, extraordinario, buscado y pagado de su época. Con su segunda mujer, Pauline Pfeiffer, construye la gran casa de Key West en Florida.
Enseguida se convierte en el escritor del que una generación entera no puede prescindir. Mientras se acerca la guerra, la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Se marcha para cubrirlas como corresponsal y acaba combatiendo. Oye doblar las campanas por los republicanos en Madrid; entiende y sabe que esa campana doblará también por él, antes o después. Se divorcia y se casa con la periodista Martha Gellhron. Compra una casa en Cuba cerca de La Habana. Va con su mujer a ver de cerca la guerra entre China y Japón y, cuando estalla contra América, vuelve para patrullar con su barca de pesca las aguas de Florida, para reconocer los submarinos japoneses. Y ve en alta mar los peces voladores entre las olas y, tal vez, ve ya a un viejo con su barca pescar un gran pez, el más grande, después de 83 días de adversidad y dos días y dos noches de lucha con el gigante al que destrozan los tiburones mientras lo lleva a Cuba. Pero esto no le basta: está en Europa, entre los primeros en desembarcar en Normandía, en la playa donde aún ve a los soldados caer acribillados por las ametralladoras invocando a sus madres al morir; y entra en París con la vanguardia partisana y bebe pastis en la sombra de las calles arboladas. Más medallas, más premios periodísticos: no hay una guerra en la que no haya sido condecorado por alguna acción valerosa y no hay guerra de la que no haya escrito, que no haya entrado en sus relatos y en sus novelas. Después de la guerra, su cuarto matrimonio. Con Mary Welsh.

La esperanza escondida
Las fotos en las que aparece en los años 50 muestran a un hombre poderoso y orgulloso, rodeado de trofeos de caza en Africa o peces gigantescos, maravillosos Marlin pescados en el océano. Un hombre que ha ganado el premio Pulitzer y el Nobel de literatura, al que todos envidian por su capacidad para escribir y cuyos diálogos todos querrían imitar. A su lado su mujer, los actores protagonistas de las películas basadas en sus libros - Gary Cooper y Spencer Tracy -, guías indígenas y perros de caza. Gran Papá Sabio, así le llaman, al cual el peso de la sabiduría le hace parecer más viejo y la gloria hace resplandecer su vigor elástico y poderoso y la idea del suicidio que empieza poco a poco a abrirse camino, pero sin demasiada dificultad, en su mente donde, de repente, hay que forzar las palabras: «ya no consigo escribir, no tengo motivos para vivir», le confía a un médico. Pero no puede evitar escribir, y viajar, y beber, y cazar y vivir todo cada vez más cansado y de forma más frenética. Mary le salva en más de una ocasión. Hasta aquella noche. Faltan 19 días para su sesenta y dos cumpleaños. Y de la caña de aquel fusil que había disparado a elefantes y leones, búfalos y gacelas sale el golpe que destroza a Hemingway y a todos sus personajes solitarios y dolorosos, porque están llenos de amor que no saben comunicar y llenos de deseo de verdad y de algo puro que no son capaces de encontrar. Con la única, inconfesable y escondida esperanza de que acontezca algo, de que suceda una aventura que no sólo valga la pena vivir en el instante, sino que dé sentido y razón a todos los demás instantes, a los anteriores y a los que están por venir. Un signo intuido en la piedad del viejo pescador que abraza a todos y ama todo: el muchacho, el pez, los tiburones, el mar. Y de todos se apiada en su derrota. Pero también él, el viejo pescador, se duerme y sueña, y no sueña con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni con grandes peces, ni con combates, ni con competiciones de fuerza; ni siquiera con su mujer. Sueña lugares, las blancas cimas de las islas, los puertos y las ensenadas y los leones en la playa que juegan como gatitos a la caída de la tarde.


Citas del autor

El Kilimanjaro es un monte cubierto de nieve de 19.710 pies de altura, y se dice que es la montaña africana más alta. La cima occidental recibe el nombre de “Masai Ngajae Ngài”, Casa de Dios. En la cima se encuentra el esqueleto congelado de un leopardo. Nadie sabe qué buscaba un leopardo en esas altitudes.
(…)
Después empezaron a subir y parecía que iban hacia el Este, luego anocheció y se encontraron en medio de una tormenta, la lluvia era tan intensa que parecían volar por una cascada, después salieron y Compie volvió la cabeza e hizo un guiño y allí delante, todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro vasta como el mundo entero, grande, alta, increíblemente blanca al sol. Y entonces entendió que se estaban encaminado hacia ella.
Precisamente en ese momento, la hiena dejó de aullar en la noche y empezó a emitir un extraño sonido, casi humano, como si llorase. La mujer lo oyó y se movió agitada. Pero no se despertó. En el sueño se encontraba en la casa de Long Island, la noche anterior a la puesta de largo de su hija. Después el ruido de la hiena se hizo tan fuerte que se despertó y durante un instante no supo dónde se encontraba y tuvo miedo. Después cogió la linterna e iluminó la otra hamaca que habían traído cuando Henry se durmió. Vio la forma bajo el mosquitero pero él había sacado la pierna que ahora colgaba de la cama. Todas las sábanas se habían caído y ella no pudo mirar.
(de Las nieves del Kilimanjaro)

La multitud gritaba todo el tiempo y lanzó a la arena trozos de pan, después cojines y botas de vino, y seguía gritando y silbando. Al final, el toro, demasiado cansado de las heridas mal asestadas, dobló las rodillas y cayó a tierra y uno de la cuadrilla se inclinó sobre el cuello del animal y le clavó la puntilla. La multitud saltó la barrera y rodeó al torero y dos hombres le sujetaron bien y alguien le cortó el rabo y lo agitaba en el aire y un chaval lo cogió y escapó llevándoselo. Más tarde vi al torero en el café. Era bajo y moreno de piel, estaba completamente borracho y decía después de todo son cosas que ya han sucedido otras veces y además yo no soy un torero tan bueno.
(de Cuarenta y nueve relatos)

Era todo una nada, y también un hombre era una nada. Sólo esto era y la luz era lo único necesario y un poco de limpieza y de orden. Algunos vivían en esa nada sin ser conscientes, pero él en cambio lo sabía bien, que todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Oh nada nuestro que estás en la nada, sea nada tu nombre nada, nada tu reino y sea nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos hoy nuestra nada cotidiana y nada a nosotros nuestra nada como nosotros “nadamos” a nuestros nada y no nadar a nosotros en nada mas líbranos de la nada, pues nada... Después de todo, se dijo para sí, probablemente es sólo insomnio. Deben de sufrirlo muchos.
(de Un lugar limpio bien iluminado)