IRENEO

«Lo que aparecía, eso era»

El realismo de la fe en la vida y en las obras de Ireneo, obispo de Lión en el siglo II. La lucha contra la permanente tentación gnóstica de quien no permanece apegado a los hechos y la defensa de la tradición apostólica. La centralidad de la Encarnación, en la que signo y Misterio coinciden en el hombre Jesús de Nazaret, muerto y resucitado (Primera parte)

JUAN MIGUEL PRIM

Quien vive en el presente una experiencia apasionada de amor y de seguimiento a Jesús percibe, al leer a Ireneo - obispo de Lión en la segunda mitad del siglo II -, el eco histórico de la conmoción y el estupor que el encuentro con este hombre provocó en la vida de los primeros que, encontrándose con él, lo siguieron y entraron a formar parte de su compañía.
A través de su maestro y padre en la fe Policarpo - discípulo del apóstol Juan, el que recostó su cabeza en el pecho del Señor - Ireneo fue introducido, desde su primera juventud, en el río de una tradición viva que, comunicándose de persona a persona, comenzaba a revestir con su fuerza y su verdad la historia humana. El historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesarea, nos ha transmitido algunos fragmentos de cartas en los que Ireneo, muchos años después, declara recordar todavía vívidamente «el sitio en que el bienaventurado Policarpo dialogaba sentado, así como sus salidas y entradas, la índole de su vida y el aspecto de su cuerpo, los discursos que hacía al pueblo, cómo describía sus relaciones con Juan y con los demás que habían visto al Señor» (Carta a Florino, en Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica V,20,6). Aquellos hechos y aquellas palabras custodiadas con devoción «no en el papel, sino en mi corazón», fueron para Ireneo durante toda su vida fuente de memoria incesante, un «rumiar fielmente» usando sus mismas palabras.
Ireneo no se avergüenza de tener un padre, de haber sido engendrado a la fe por los “presbíteros” de Asia Menor, a quienes tantas veces alude, y no pretende ser original. Quizá por eso, por haber amado su condición de hijo, es uno de los pensadores cristianos más creativos y originales.
Pero hubo en la experiencia personal de Ireneo otra circunstancia que lo marcó radicalmente. En el año 177 se abatió una violenta persecución sobre las comunidades cristianas de Viena y Lión (en las Galias). Es de nuevo el historiador Eusebio quien nos ha transmitido el relato de los hechos, narrados por los mismos cristianos que lograron sobrevivir al martirio en una carta - considerada por algunos estudiosos obra del propio Ireneo - dirigida a los hermanos de Asia y de Frigia (Carta a las Iglesias de Viena y Lión, en Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica V,1-3). Los mártires - la joven Blandina, el diácono Santos, el neófito Maturo, Atalo... y el propio obispo Potino - demostraron que «nada hay temible allí donde está al amor del Padre, ni nada doloroso donde está la gloria de Cristo». Unos pocos años más tarde era el propio Ireneo quien tomaba en sus manos las riendas de las comunidades cristianas de las Galias y toda su actividad y su obra quedaba inevitablemente marcada por la memoria de su predecesor, el obispo mártir Potino, y por el amor a Jesús testimoniado por los mártires hasta el derramamiento de su sangre.

Primacía del hecho y del dato
Ireneo, aun siendo considerado por muchos el padre de la teología cristiana, no es el hombre ilustrado, el profesor que ama los discursos y la construcción de sistemas de pensamiento, sino el creyente y el pastor que prefiere la experiencia al razonamiento y el hecho a la idea. Si Ireneo escribe algo es únicamente por la urgencia de tener que responder a la grave amenaza representada por el gnosticismo de Valentín y sus discípulos.
En la controversia con el gnosticismo están en juego dos concepciones del hecho cristiano en cuanto tal y, en particular, el modo de pensar a Dios. Mientras que la Iglesia parte de los hechos y dichos de Jesús, transmitidos por la Tradición apostólica y por la Escritura, y está enormemente atenta a no abandonarse a elucubraciones que la alejen de la regla de la verdad recibida, los gnósticos, por el contrario, con «su multiforme imaginación» (AH II,11,1), abandonan el suelo firme de la Revelación «trastornando el orden y la sucesión de las Escrituras, descoyuntando en lo posible los miembros de la verdad... Zurcen cuentos de viejas y luego espigan acá y acullá textos, sentencias y parábolas, intentando hacer concordar sus historias con las palabras de Dios» (AH I, 8,1). En vez de explicar los pasajes oscuros de la Escritura a la luz de las enseñanzas claras y no ambiguas, hacen exactamente lo contrario, pero «siguiendo este criterio el hombre buscará siempre, pero no encontrará nunca, porque rechaza precisamente la norma de la búsqueda» (AH II, 27,2). No adecuan su pensamiento a la Escritura, sino que «devastan las Escrituras para construir su propio sistema» (AH I,9,3). Para ellos el texto es un pretexto y actúan como quienes revolviendo y cambiando de lugar las piedras de un mosaico que representara la hermosa imagen de un rey terminan componiendo, y encima mal, la figura de un perro o de una zorra.
Por esta razón escribe Ireneo su obra maestra: Adversus haereses (Contra las herejías). Los cinco libros que componen la obra representan precisamente el esfuerzo de quien, «devolviendo cada uno de los textos a su lugar y poniéndolos de acuerdo con el cuerpo de la verdad, desnudará sus inventos y demostrará su inconsistencia» (AH I,9,4). Como ha sintetizado brillantemente el cardenal Schönborn, el gran error de los gnósticos es que no se contentan con cuanto ha sido revelado claramente: «no se atienen a los hechos, no se aferran al dato, sino que, insatisfechos por no permanecer en el estupor, pretenden “ir más allá”» (Gianni Valente, «La bella apparenza. Intervista a Christoph Schönborn», 30 Giorni, n. 6, giugno 1995, en Il cristianesimo invisibile. Attualità di alcune eresie, Sei, Torino – Trenta Giorni Società Cooperativa, Roma, 1997, p. 19). Esta es la temeridad del gnóstico que «sin rubor alguno va colocando nombres a sus invenciones» (AH I, 11,4).

Tentación gnóstica
«Bajo otras formas - se pregunta el Papa en un discurso al cuerpo académico de la Universidad Católica de Lión - ¿quién se atrevería a decir que la tentación gnóstica no es ya un obstáculo para la Iglesia?». La tentación, recurrente en la historia de la Iglesia y de la teología, consiste en ceder a una interpretación que vacía la fe cristiana de su sustancia, mediante la imposición de un esquema que no nace de la experiencia de la fe, usando la razón de un modo inadecuado y privilegiando la imaginación al pensar el misterio de Dios y del hombre. Continúa el Papa: «La Gnosis que Ireneo tuvo que combatir nos parece hoy una serie de elucubraciones del todo superadas. Respondía, sin duda, al deseo profundo de conocer el sentido de las cosas ocultas, pero estaba dominada por la tentación de llegar a ellas por sí sola, mediante la razón y el poder de la imaginación, y de limitar este conocimiento esotérico a un círculo de iniciados».
Ireneo responde a este planteamiento partiendo del sano realismo cristiano, consciente del abismo que hay entre la criatura y el Creador, entre todos los hombres y Dios. La diferencia es ontológica: «En esto se diferencia Dios del hombre: Dios hace, mientras que el hombre es hecho» (AH IV, 11,2). El hombre debe permanecer en su orden, y crecer en el tiempo según un ritmo no decidido por él: «Porque tú no eres increado, oh hombre, ni existías desde siempre junto a Dios como su propio Logos, sino que por su eminente bondad comienzas ahora a existir como criatura y poco a poco aprendes del Logos las disposiciones de aquél que te ha creado. Observa pues el orden de tu ciencia y no subas por encima de Dios mismo, como si no conocieses los bienes recibidos» (AH II, 25,3-4).
Ireneo es consciente de que «el espíritu humano debe detenerse en el umbral de la trascendencia» (Juan Pablo II) y que querer medir a Dios con la razón humana es una loca pretensión. Por ello, renuncia a explicar el cómo de las operaciones divinas. Hay cosas que el hombre debe reservar a Dios, porque no han sido explicadas por la Escritura y son superiores a la capacidad de la inteligencia humana: «Hemos aprendido en la Escritura que Dios tiene el primado sobre todas las cosas. Pero cómo las haya producido ninguna Escritura lo ha expuesto, ni debemos nosotros imaginarlo haciendo infinitas conjeturas sobre Dios a partir de nuestras propias opiniones: debemos reservar a Dios este conocimiento» (AH II, 28,7).

Hecho por Dios
El obispo de Lión busca responder, por el contrario, a los porqués de la creación, del pecado, de la Encarnación, de la divinización, del lento caminar de la humanidad. Y encuentra el porqué en el designio salvífico de Dios, en su amor al hombre: «Al principio Dios no plasmó a Adán porque tuviese necesidad del hombre, sino para tener alguien en quien deponer sus beneficios... Ni nos ordenó seguirlo porque tuviese necesidad de nuestro servicio, sino para procurarnos la salvación... El servicio de Dios no procura nada a Dios, porque Dios no tiene necesidad del servicio de los hombres, sino que procura a quienes lo sirven y lo siguen la vida, la incorruptibilidad y la gloria eterna» (AH IV, 14,1).
El hombre, plasmado en Adán por las manos de Dios - el Hijo y el Espíritu -, debe permanecer maleable, para que el Artista pueda llevar a cumplimiento su obra: «¿Cómo serás Dios, si todavía no has sido hecho hombre? ¿Cómo serás perfecto, si has sido apenas creado? ¿Cómo serás inmortal, si en una naturaleza mortal no has obedecido al Creador? Por eso, debes primero custodiar el rango de hombre para después participar en la gloria de Dios. Porque no eres tú quien hace a Dios, sino que es Dios el que te hace. Así pues, si eres la obra de Dios, espera la mano de tu Artífice, que hace todas las cosas en el tiempo oportuno; naturalmente en el tiempo oportuno para ti, que eres hecho. Preséntale tu corazón blando y maleable y conserva la forma que te ha dado el Artista, teniendo en ti el Agua que viene de él, para no rechazar, volviéndote duro, la impronta de sus dedos» (AH IV,39,2).
(continuará)


La vida

Ireneo pertenece a la segunda generación después de los apóstoles. Originario de Asia Menor - donde nació en torno al 130 o 140 - Ireneo se formó en la “escuela” de Policarpo, obispo de Esmirna y discípulo del apóstol Juan.
En el año 177 Ireneo era presbítero de las comunidades de Viena y Lión, en el valle del Ródano. No sabemos con exactitud cómo llegó a las Galias, pero el hecho de que estas comunidades estuvieran compuestas principalmente por colonos y comerciantes de origen griego hace pensar que Ireneo pudo ser enviado precisamente para acompañar a estas jóvenes iglesias en los primeros pasos de la fe y especialmente para ayudar a su obispo Potino. En este periodo, una dura persecución se abatió sobre dichas comunidades; los “mártires” de Lión y Viena escribieron una carta a los hermanos de Asia y Frigia en la que relataban los hechos ocurridos durante la persecución y exponían su propio juicio acerca de la nueva “profecía” - el montanismo, fenómeno espiritual de carácter carismático y rigorista -, que estaba creando divisiones en las comunidades de Asia Menor. Ireneo recibió el encargo de llevar la carta al Papa Eleuterio.
Tras la muerte del obispo Potino, mártir de la persecución del 177, Ireneo fue elegido su sucesor. Como obispo Ireneo ejercitó una intensa actividad evangelizadora y combatió las doctrinas gnósticas que amenazaban desde dentro la vida de la Iglesia de su tiempo. Precisamente, por su labor de rechazo del gnosticismo y por la visión sintética y sistemática de la tradición cristiana es considerado por muchos el padre de la teología cristiana. Una antigua tradición afirma que murió mártir.
Sólo dos de sus obras han llegado hasta nosotros completas: Adversus haereses (AH) y la Epideixis o Demostración de la predicación apostólica. Se conservan fragmentos de la Carta a Florino y de la Carta al Papa Víctor. La Carta de las Iglesias de Viena y Lión nos ayuda a captar el clima espiritual de las comunidades guiadas por Ireneo.