Van Gogh - Gauguin

La casa amarilla

Dos de los mayores pintores de la historia pasaron 63 días juntos en Arlés, para después romper su relación dramáticamente. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que les dividió? Las respuestas a estas preguntas las encontramos en una extraordinaria exposición organizada en Amsterdam

GIUSEPPE FRANGI

«El cometido de un artista es pensar, no soñar». De este modo, en enero de 1889, Vincent Van Gogh acababa con la amistad a la que había dedicado todas sus energías artísticas y humanas: la de Paul Gauguin. El 23 de diciembre, después de dos meses de trabajo común, humilde y febril, el pintor francés se marchó de Arlés. Tras el sorprendente episodio publicado incluso en los periódicos locales: «Pintor holandés se corta una oreja y se la envía a una prostituta». Van Gogh, que siempre había sido transparente en lo que respecta a su vida, en esta ocasión se mostró reticente: «Un momento de completa confusión mental», le explicó a su hermano. De modo que sólo nos queda la versión interesada y algo conformista de Gauguin, que habla de un Van Gogh irascible, hasta el punto de tirarle encima un vaso de ajenjo y perseguirle por la plaza Lamartine, donde ambos vivían, armado con una navaja. La misma con la que la noche del 22 de diciembre se mutilara la oreja. Es probable que las cosas no fueran muy diferentes de como las cuenta Gauguin, si bien sus palabras vinieron dictadas por el deseo de mostrar su extravagancia. ¿Pero, por qué Van Gogh rompió con sus propias manos una amistad de la que tanto había esperado? ¿Por qué actúa así después de haberla preparado y deseado tanto? La respuesta a estas preguntas es el tema de una de las exposiciones más excepcionales de los últimos años: «Van Gogh y Gauguin, el taller del sur» (Amsterdam, Museo Van Gogh, hasta el 2 de junio). Pero no sólo. Las respuestas callan claramente una oposición profunda, radical y decisiva para comprender los descubrimientos artísticos del pasado siglo.

Pensar o soñar, esa es la decisión, escribe Van Gogh, con una lucidez que desmiente en buena parte el esquematismo burgués de Gauguin. O se sigue la realidad, o se persiguen fantasmas. Un punto clave ante el que Van Gogh no claudica y por el cual, su amistad con Gauguin salta por los aires.

Con el caballete a la espalda
Retrocedamos un paso. Introduzcámonos en aquella casa amarilla, escenario de esta relación. Está situada en la periferia de Arlés, y podemos verla en aquel extraordinario y conmovedor cuadro, que Van Gogh había pintado en el verano de 1888, para enseñarle a su amigo, que estaba aún en Gran Bretaña, la solución que había encontrado para su próxima convivencia. Pero, ¿era de verdad amarilla aquella casa? No es una pregunta banal, porque el amarillo que Van Gogh pinta en ese cuadro tiene un valor que transciende el objeto en sí. El amarillo es como el oro, símbolo de la espera que Van Gogh plasmaba en esos muros. La casa es amarilla, como una llama que asciende, imperceptible pero envolvente, sobre el horizonte de la vida. La casa es amarilla, como si de un tabernáculo se tratara, en el que el corazón se cumple, es el sentido de todo lo que se ha estado buscando hasta ese momento.

Dos plantas. El taller y la cocina abajo. Habitaciones en el primer piso, la de Van Gogh, nada más subir la escalera, y la de su amigo, la contigua. Para adornarla, Van Gogh había pintado dos cuadros de girasoles, con la intención de colgarlos donde había de dormir Gauguin. Pero duró poco esa casa, porque con las sospechas que pesaban sobre Van Gogh, la policía la selló en enero de 1889. Sólo obtuvo permiso para entrar en ella un pintor de cierto prestigio, Paul Signac, el fundador del Pointillisme. Llegó a Arlés el 29 de marzo y entró en la casa amarilla acompañado del propio Van Gogh. Después escribió: «Imaginaos el esplendor de aquellos muros recubiertos de cal sobre los que desataba sus colores. Nunca olvidaré esa habitación, recubierta de paisajes delirantes de luz» (en honor a Signac hay que decir que por aquel tiempo, Van Gogh apenas era un pintor pobre y asediado por la mayor indiferencia, que sólo había conseguido vender un cuadro).

Cuando estuvo preparada la casa, Gauguin llegó, al alba del 23 de octubre tras un viaje de dos días. Bajó del tren a las 5 de la mañana y se acercó al café de la estación, donde todo el mundo le reconoció rápidamente, porque Van Gogh, que no había sabido contener la emoción y la alegría, había mostrado a todos el autorretrato que su amigo le había regalado (en realidad fue un intercambio), diciendo que pronto vendría a vivir con él. El 24 de enero ya estaban trabajando, al igual que el 25 y el 26. Si el tiempo lo permitía, salían con el caballete a la espalda. Lo plantaban en el mismo lugar, eligiendo cada uno una perspectiva un poco distinta (hay lugares, como los Campos Eliseos, a lo largo del canal, poblado de tumbas romanas, donde aún puede reconstruirse al milímetro el lugar en el que cada uno plantó su caballete). Van Gogh estaba radiante de felicidad. Por primera vez experimentaba una cercanía que traspasaba su soledad. Él, que vivía con los ojos perennemente abiertos y que aborrecía el contorno fatuo de los sueños, había realizado el sueño de su vida: introducirse en una comunidad de artistas que fuera como una comunidad de monjes, dedicados todos a la misma causa.

Pocas cosas en común
Es fácil imaginarlos, Van Gogh y Gauguin. Ciertamente, no hablaban de otra cosa, discutían sobre cada pincelada y cada sombra. Van Gogh siempre tenso y fiel, y Gauguin, que lo seguía en parte y a veces lo miraba como se mira a un intruso. Van Gogh, que se volvía con la admiración de un niño ante la seguridad, algo arrogante, de su nuevo amigo, que era sólo cinco años mayor que él (tenía cuarenta años, frente a sus treinta y cinco). Pero Gauguin escondía algo en su mirada que no era totalmente sincero. Él estaba allí porque le convenía: el hermano de Van Gogh, Theo, era su representante. Un estupendo comerciante que vendía bien sus cuadros y que tenía en el primer lugar de su corazón a ese hermano tierno, genial e inquieto. En sus cartas, Gauguin desvela su sufrimiento: «Vincent y yo, por lo general, tenemos pocas cosas en común, sobre todo en pintura. Él es romántico y yo quiero ser un primitivo. Desde el punto de vista del color, a él le gustan las pinceladas pastosas, cosa que yo detesto». Se lamenta, además, de lo mucho que habla Vincent, de cómo cocina, ni si quiera le gusta que para ir a su habitación tenga que pasar por la suya. Van Gogh es su opuesto y nunca retrocede en sus convicciones. Escribe a su hermano hablándole de lo entusiasmado que está con esa amistad y de lo bien que cocina Paul.

Los retratos
Pero el verdadero conflicto nace por la concepción de la pintura. Gauguin quería ir por los caminos de la fantasía. «No hay que pintar sólo lo que se ve, también hay que pintar lo que se imagina», dice. Pero Van Gogh se muestra impasible: si no hay un sujeto delante, sin la realidad ante los ojos, él siquiera es capaz de sostener el pincel en las manos. Gauguin lo está poniendo a prueba, pero hasta el día 19 no se permite un verdadero enfrentamiento. Los dos se enzarzan en una pelea. El motivo es que Paul retrata a Van Gogh, mientras pinta un cuadro de girasoles, con la mirada de un visionario. Gauguin había dejado volar su imaginación, ya que era imposible que Van Gogh pintase girasoles en diciembre. Cuando el holandés vio el cuadro dejó escapar una frase que se ha hecho histórica: «Parezco yo enloquecido». Gauguin, irremediablemente, había desenterrado la desesperación y la fragilidad de Vincent. Cuatro días después, los acontecimientos se precipitaron. El domingo 23, Van Gogh estaba tendido en la cama del hospital de Arlés, contraído y mudo. A su lado, algún vecino de casa, como Roulin, hombre de gran corazón. Gauguin, quizá por cobardía, ya había escrito a Theo diciéndole que la experiencia de Arlés había finalizado y que él ya tenía puesto un pie en el tren que lo llevaba de vuelta al Norte.

El sueño del taller del sur, de la comunidad de «pintores de los pequeños boulevards» (definición que Van Gogh había escogido en oposición a los grandes boulevards de los impresionistas) se había terminado definitivamente. Los dos siguieron en contacto, pero como una mera formalidad. Van Gogh estuvo sometido a varios meses de calvario, hasta el desesperado gesto del 20 de julio de 1890. Gauguin, por el contrario, siguió su sueño de encontrar un paraíso en la tierra y se trasladó a la Polinesia. Pero ni siquiera ese paraíso pudo calmar el rencor que guardaba a la grandeza de su extraño amigo, que había atravesado como un rayo su vida llegando a esplendores a los que su pintura jamás llegaría. Cuando, tras la muerte de Van Gogh, sus cuadros comenzaron a valorarse, él no pudo sino escribir estas palabras a Emile Bernard: «¿Qué sentido tiene exponer las obras de un loco?». ¿Envidioso, monsieur Gauguin?