Un bien presente
Durante estos años me han llegado muchos datos, escritos y testimonios,
pero además de cuando se escucha, se conoce sobre todo cuando se mira,
se toca y se comparte. Y mi viaje fue ver y tocar un bien presente.
Antes de salir de viaje un amigo me dijo: «Estate atenta y disfruta».
Es verdad que, por la certeza de la compañía de Jesús,
mi Señor, todo es mío, todo está para que le mendigue y
le reconozca actuando. He visto muchas cosas, me han impresionado muchísimas,
pero nuevamente se ha puesto de manifiesto que nada de lo humano me es ajeno
y que cualquier lugar en el mundo puede ser mi casa porque pertenezco a Cristo.
¿Por dónde
empezar?
Es un país hermoso, cuya belleza natural, explosión de vida, hace
más amable la mirada a las situaciones de severa pobreza que viven sus
gentes. Algo muy grande que me ha sucedido en este viaje es que la pobreza material
- tan tremenda - no ha sido un obstáculo para mi juicio ni una fijación
de mi mirada. Duele mucho, pero no es criterio para mirar la realidad. Mucho
más que la pobreza física me ha dolido que las personas con las
que me encontraba no supieran - lo mismo me sucede a menudo en Madrid - el significado
de su vida; si son amadas; que su dolor no se pierde si hay una razón
para vivir; que la muerte no tiene la última palabra si estamos acompañados
en el camino de la vida hacia un destino bueno. Y entonces - al igual que aquí
-, me entraban ganas de gritar a todos lo que tengo, y que es para cada uno.
Y he agradecido mucho ser hija de la Iglesia que porta el tesoro imprescindible
para que una vida sea humana, que envía a sus hijos allí donde
nadie llega - o llega con una mirada parcial - a hacer presente a Cristo, que
se queda y permanece cuando el resto se va y que mendiga a Cristo cuando los
demás desvían la mirada a otra parte.
En Tegucigalpa
El tiempo que he pasado en Honduras ha coincidido con una época de vacaciones
de las Hermanas. He disfrutado de la visita a los lugares más bellos.
A poco de llegar, unos amigos nos llevaron a Tegucigalpa, la capital, una ciudad
grande, asolada hace cuatro años por el huracán Mich. La vimos
desde un lugar privilegiado, el Cristo del Picacho. Me impresionó el
hecho de que en un lugar donde se divisa toda la ciudad, el Cardenal, después
de la gran tragedia, animara a levantar una figura de Cristo resucitado, imponente,
allí, ante todos, como el punto al que mirar, como el único que
puede ir al fondo del dolor y la muerte - muerte provocada incluso por la torpeza
y la obstinación de los hombres - y presentarlos consigo al Padre.
Y me impresionó también cómo nuestros amigos hicieron lo
posible para no mostrarnos en toda su crudeza lo que era evidente, las condiciones
de vida de la población. Notaba yo que tenían como vergüenza,
y este dato volvía a contrastar con lo que a mí me estaba pasando:
yo soy amada por Cristo con toda mi miseria. ¿Qué puedo mirar
que no pueda ser abrazado? ¿Qué me puede asustar sabiéndome
yo amada así? De nuevo se me hacía evidente que sin Cristo la
realidad da miedo.
Memoria viva
Otro día fuimos a las ruinas mayas de Copán. Aparte de su belleza
natural y artística, de allí me impresionó la desaparición
de sus habitantes sin causa justificada en el siglo VIII después de Cristo.
Una civilización que crea estructuras de poder para autoedificarse y
que se desarrolla sin un fin que la trasciende acaba, tarde o temprano, en una
ruina inevitable. Y sólo se ven piedras. De todo esto me di cuenta cuando,
otro día, pude contemplar la fortaleza de Omoa, construida por españoles
a su llegada a aquellas tierras. La construcción es sobria y fuerte y
no es un patrimonio para el recuerdo, sino un lugar de memoria, porque los hombres
que allí llegaron, con su humanidad pecadora, portaban una fe sencilla
que daba unidad a la vida y que hoy perdura en los lugares más recónditos
y olvidados como la única esperanza para la vida. En Honduras me he encontrado
con vidas cumplidas sostenidas por esta esperanza.
Silencioso pero evidente
Pongo sólo un ejemplo. En una aldea paupérrima pero muy bella,
donde no hay luz ni agua potable, donde viven muchas personas - sobre todo niños
- que no constan en ningún registro, donde se huele la miseria, dos ancianas,
doña Julia y doña María, han mantenido la fe de sus padres
rezando el rosario juntas durante diez años, pidiendo a la Virgen la
presencia de un sacerdote para la celebración de la Eucaristía
y para la reconstrucción y sostenimiento de los católicos dispersos,
solos en un mundo hostil donde proliferan las sectas que abundan en medios que
seducen a los necesitados. La Virgen ha intercedido y el Señor ha escuchado
sus ruegos y cada mes se celebra una Eucaristía, se van juntando los
católicos y las Hermanas acuden allí cada semana, haciendo a Cristo
algo concreto y compañía en el camino, esperanza cierta.
Era Navidad y era conmovedor - ¡pero tan palpable! - estar como en la
cueva de Belén en un lugar perdido, oculto a los ojos del mundo, donde
Cristo volvía a hacerse presente en la carne, silencioso pero evidente
para quien tiene un corazón que espera como Simeón y Ana.
Sabía lo que estaba diciendo
El Señor sostiene la esperanza de los hombres y se hace carne donde están
los cristianos. Un día, en esa misma aldea, murió un niño
de 17 días. ¡Fue terrible acercarse y mirar un bebé frío!
Yo me eché a llorar ante una mujer que lloraba silenciosa rodeada de
otros siete chiquitos. Nos habíamos acercado para consolarla, para rezar,
para estar allí. Ya nos íbamos, pero me moví hacia ella,
la agarré fuerte y le dije: «Mujer, no llores». No sé
si ella entendía algo, pero yo sí sabía lo que estaba diciendo;
le conté cómo Jesús se había conmovido ante otra
mujer que sufría por lo mismo que ella y cómo había devuelto
el hijo a su madre y que yo le repetía esas palabras porque tenía
la certeza de que Él era el único que podía hacer justicia
a su corazón, consolarla verdaderamente y devolverle a su hijo en cuestión
sólo de tiempo. Cristo se hacía contemporáneo, de nuevo,
con una evidencia sobrecogedora. El abrazo de Cristo, su mirada, su ternura,
su compasión, su poder, viven en la Iglesia y alcanzan al hombre a través
de los cristianos.
El 54% con menos de 18 años
He visto muchos signos y las Hermanas me han contado innumerables hechos que
ponen de manifiesto que la fe vence al mundo.
Ahora ellas permanecen allí, atentas a esa realidad y tratando de responder
de un modo sencillo, pero concreto, a la urgencia de la acogida y de la educación,
elementos que caracterizan a nuestro carisma.
Honduras es un país con el 54% de la población menor de 18 años.
La vida familiar es prácticamente inexistente, la figura del padre es
ausente, la mayoría de los niños no lo conocen, no saben quién
es su padre. Es la mujer (jovencísima) la que aún mantiene un
vínculo con los hijos y los cuida, pero su humanidad también está
seriamente dañada. Te acercas y percibes enormes carencias a todos los
niveles: sin vínculos afectivos determinantes, sin autoestima, sin modelos
de referencia, sin formación, sin sentido para la vida.
Nosotras hemos crecido en familias donde, por ósmosis, se nos ha ido
dando todo, se nos ha ido introduciendo en la realidad casi sin darnos cuenta.
De persona a persona
Sabemos que es una gota de agua en un océano y no se nos oculta nuestra
pobreza humana e institucional, pero nos sabemos hijas de la Iglesia, sabemos
lo que nos ha sucedido y de Quién nos fiamos y que el encuentro con Cristo
se da de persona a persona. Por eso estamos edificando una casa que pueda ser
un hogar donde ayudar a las jóvenes mujeres - a través de la relación
con las Hermanas y entre ellas - a afrontar la vida diaria en sus tares y necesidades
más elementales: el afecto, el cuidado de sí mismas y de una casa,
de los hijos, el trabajo, el estudio.
Y estamos muy agradecidas a CESAL por toda la colaboración que nos ha
brindado para hacer realidad este proyecto.
Una alegría inexplicable
El resto de los días pasaron en la actividad cotidiana: lavar, coser,
planchar, ayudar aquí y allá, con el mismo disfrute y la petición
de ofrecer la vida por la obra de Otro.
Había oído repetir: «La realidad sin Cristo da miedo»;
yo también puedo decir como Pedro de Craon en la Anunciación a
María: «Vivo en el umbral de la muerte y en mí hay una alegría
inexplicable», la inmensa alegría de que incluso las circunstancias
hostiles y la pobreza extrema, por Gracia, no me dan miedo.
Estar en tierra de misión ha renovado mi vida en Madrid, en la comunidad
y las jóvenes, donde Otro me quiere. Vuelvo encantada porque he crecido
en la certeza de que Cristo lo es todo. Sé que puedo vivir sin muchas
cosas, pero sin Él, ¡no!