Y
tú, ¿a quién perteneces?
Para algunos es una amenaza para la convivencia, para otros
una negación de la libertad. Una mirada a la historia de la palabra “pertenencia”,
a sus implicaciones semánticas para descubrir que existe una acepción
ontológica que nos hace partícipes de un bien
A cargo de MAURIZIO CRIPPA
Si un niño recién nacido pudiese hablar, diría «yo
pertenezco a mi madre». Hemos escuchado este ejemplo muchas veces, y siempre
nos ha convencido, porque el vínculo de pertenencia es tan evidente que
no hacen falta más explicaciones. ¿Cómo es posible entonces
que en el uso cotidiano – o, mejor aún, en el uso que todos los días
se hace de él en el contexto social, político y periodístico
en el que vivimos - esta palabra humanamente decisiva, la palabra “pertenencia”,
se vuelva pesada, opaca, y se perciba incluso como una amenaza para la convivencia?
Se “pertenece” a una parte “contra” otra, las cosas nos
“pertenecen” como una torva división de los bienes. «¿A
qué tribu perteneces?», preguntaba Moravia lanzando sobre el mundo
una mirada amarga.
Quizá porque se trata de una palabra viva, que se vacía o se vuelve
más rica dependiendo del fundamento que se le reconozca, como nos explica
Cristina Gatti, profesora de lingüística en la Universidad Católica
de Milán, que trabaja en el campo del análisis semántico.
“Pertenencia” es una palabra cuyo significado profundo hay que desenterrar.
«Un recorrido que no es fácil», dice. «Si se mira la
historia de esta palabra, se descubre que no existe en las lenguas clásicas.
Para expresar este concepto los griegos y los latinos recurrían a perífrasis.
El griego dice, por ejemplo, “descender de, ser hijo de”, y el latín
utiliza expresiones como alicuius esse, “ser de alguien”. Incluso
la etimología latina es controvertida. La más probable es aquella
que la hace derivar de una forma tardolatina, appertinçre, “concernir,
tener que ver”, compuesta de ad y de pertinçre, que se modifica hasta
llegar a appartinçre por influencia del sustantivo pars, que en latín
no quiere decir sólo “parte”, sino también “participación”.
Dos aspectos que han permanecido presentes y vivos en la palabra. Hoy, si consultamos
un diccionario, pertenencia tiene sustancialmente cuatro significados: “ser
propiedad de”, “formar parte de”, “retornar a” y
“tener que ver con”».
Un buen lío, ¿no?
El aspecto más interesante para nosotros es el segundo significado: pertenecer
como formar parte de algo. Es necesario trabajar sobre su fundamento. Es el fundamento
el que decide el significado de la palabra.
Profundiza un poco más...
Consideremos un primer nivel: La ballena pertenece a la familia de los cetáceos.
Aquí el fundamento de la pertenencia es el hecho de compartir una serie
de rasgos (ser un animal, etc...) que une a las partes individuales pertenecientes
a ese todo. Pasemos a un segundo nivel: La pata pertenece a la mesa. En este caso
se trata de una complementariedad: “se pertenece a, se forma parte de”
como elemento complementario del todo. Veamos un tercer nivel: pertenecer a un
partido. Aquí el fundamento empieza a ser “algo más”:
compartir un ideal, un proyecto.
No hemos llegado aún al punto decisivo
Pero nos acercamos: pertenecer a la familia. Aquí comienza a emerger el
nexo entre pertenencia y participación. Un hijo participa en la paternidad,
natural o adoptiva. La pertenencia comienza a desvelar el sentido de una relación
más determinante. Eres parte no sólo porque “eres de”,
sino también porque “participas de”. Ampliando el campo, se
puede decir pertenecer al pueblo, y aquí el fundamento es el hecho de compartir
orígenes, tradiciones, necesidades e instrumentos realizados para su satisfacción.
Por analogía podemos hablar de nación, de estado, en el que el fundamento
de la pertenencia es también de tipo jurídico.
En definitiva, cuanto más decisivo es el fundamento, más
claro es el valor de la pertenencia. Pero es precisamente en este nivel en el
que, en opinión de muchos, surgen los problemas: cuando se pertenece a
una nación, o “peor” todavía, a una etnia o a una fe
religiosa, se excluye a los demás, se introduce un principio de división,
de enemistad...
Esta es una interpretación reductiva de la pertenencia. En el caso de pertenencias
basadas únicamente en el fundamento inmanente es fácil que se produzca
una reducción ideológica o cuantitativa homologadora. Piénsese
en una cierta pertenencia a la empresa, al partido o al Estado. La otra posible
reducción es que la pertenencia se convierta en un principio de exclusión.
En la antigua Grecia, por ejemplo, no podía existir philía, amistad
con el esclavo, porque el esclavo no compartía la pertenencia a la polis,
sobre la que descansaba el fundamento del derecho y de la dignidad del hombre.
¿Existe un fundamento mejor?
Sí. La pertenencia se vuelve particularmente significativa cuando expresa
una participación de naturaleza ontológica: Las criaturas pertenecen
al Creador. Si la pertenencia encuentra un fundamento a este nivel, disminuye
el riesgo de reducción del que hablábamos antes. Pertenecer no es
ya sólo ser una propiedad o una función, sino también formar
parte de un bien que se comunica sin fraccionarse.
¿”Fraccionarse”?
Yo puedo participar en una sociedad por acciones: se dice, precisamente, que tengo
participaciones. Pero en este caso el bien en el que participo se da fraccionándose:
si yo tengo más acciones, tú tienes menos. En cambio existe una
participación en la que el bien participado permanece indiviso al darse.
Pienso en el bien que es el ser, pero también en bienes como la libertad,
el amor. La envidia, mirándolo bien, nace de aquí.
¿Qué tiene que ver la envidia?
Nosotros pensamos, de forma injusta, que el bien en el que participamos tiene
que fraccionarse inevitablemente: si lo comparto contigo, hay menos para mí.
Es un poco como la imagen manipulada de la pertenencia a una nación, al
Estado: cuanta más gente pertenezca a Italia, menos libres o ricos seremos.
Es una pertenencia que mengua de calidad y se convierte en una forma de envidia
social. Existe también un cierto justicialismo que nace de la idea de una
injusticia que tiene que ser reparada. Es interesante recordar en este sentido
el nexo griego entre la palabra “envidia”, phthónos, y el término
áphthonos, que significa “abundante”, y por tanto, “que
no produce envidia”.
La única vía de salida es un bien que sea abundante...
El ejemplo más ajustado de pertenencia que tiene como fundamento la participación
en un bien abundante que no se fracciona es la Iglesia. No es casualidad que el
Nuevo Testamento, cuando habla del cristiano como «parte del cuerpo de Cristo»,
utilice la palabra griega méros, que significa “parte”, pero
también “participación”.
Existe un analogía entre la familia y la Iglesia. San Pablo dice:
«Si sois hijos, sois también herederos». Una pertenencia ontológica,
pero también jurídica. Se participa en una realidad, en un bien,
que está presente.
Así es. Cuando una pertenencia está ontológicamente fundada,
como en el caso de la Iglesia, se abre la posibilidad de una koinonía efectiva
entre las partes.
Hoy, en cambio, el máximo ideal de libertad para la mayoría
de la gente es la ausencia de pertenencia.
Volvamos al ejemplo del hijo. Para ser hijo, hermano, es necesario tener un padre.
Pensar la libertad como ausencia de pertenencia es destruir el fundamento mismo
de la naturaleza del hijo, que consiste en ser partícipe del padre. Si
cortas este vínculo de pertenencia, destituyes el fundamento mismo de la
filiación.