Kant y nuestro modo de pensar

El hombre solo. Una razón reducida, pero absoluta
Para salvar la alteridad de Dios declaró que era imposible hacer experiencia de Él, encerrando así el Misterio en una lejanía abismal y dejando solo al hombre con su razón, medida de todas las cosas


Costantino Esposito

El pensamiento de Kant es el verdadero vencedor del conflicto de ideas que desde hace al menos dos siglos acompaña los acontecimientos históricos y orienta las tendencias culturales de la época moderna y contemporánea. Puede que este juicio resulte osado a la vista del desarrollo de las ciencias durante los siglos XIX y XX, pues éstas ya no se apoyan sobre las estructuras típicas de la teoría kantiana del conocimiento (pienso, por ejemplo, en las matemáticas no euclidianas o en la física cuántica). Y todavía resultará más incomprensible mi veredicto si tenemos en cuenta la distancia que separa el rigorismo de una ética formal, como la kantiana, del deber por el deber, del sentimiento moral más extendido en nuestra sociedad, vinculado a los motivos del instinto, el interés y el poder.
¿ Y entonces? Sólo nos quedaría tributar al filósofo de Königsberg los honores que merece uno de los padres fundadores del pensamiento clásico moderno, autor principal del gran proyecto ilustrado europeo que –debemos reconocerlo– no se ha realizado según sus previsiones. Sin embargo, quienes se consideran herederos y custodios de aquel proyecto insistirían en proyectar el legado de la filosofía crítica kantiana como el auténtico “ideal regulativo” sobre el que construir nuestro futuro (como está sucediendo a menudo en estos últimos tiempos, por ejemplo en el debate sobre las raíces culturales de la constitución europea). Según este ideal (y nunca como en este caso el “ideal” tiende a separarse, como ley a priori, de los hechos empíricos de la experiencia), la humanidad estaría llamada a auto-determinarse basándose en los criterios de una razón abstracta (es decir, que no parte de la tradición) y universal (es decir, supra-individual, en la que el individuo es un resultado casual del género humano, que sería en realidad el verdadero sujeto del progreso histórico).

“Ordenamiento”
racionalista

La realidad sigue desmintiendo clamorosamente este proyecto de “ordenamiento” racionalista del mundo. Por ejemplo, si observamos la tónica de la mayoría de los analistas de la situación cultural y política actual, salta a la vista la discrepancia que existe entre una realidad que se presenta como una lucha violenta e inmoral por el poder, y un modelo de racionalidad crítica que ya no consigue orientar la experiencia hacia fines superiores. Su misma estructura “epistemológica” no le permite partir de la experiencia y les obliga a “construirla” a priori. Con la consecuencia amarga de que los mismos intereses que están en juego se utilizan como argumento para reclamar un ideal de racionalidad “pura”, justificando con ello determinadas situaciones dadas. Siempre hay alguien dispuesto a señalar que la falta de rigor crítico kantiano es uno de los motivos profundos de la incoherencia individual y de la inmoralidad pública de nuestra cultura (¡hay quien ha llegado a identificarlo como una de las causas de la quiebra de Parmalat!).
Pero, bien mirado, es precisamente en este fracaso de la filosofía crítica donde hay que reconocer también el signo de su victoria. Podemos observarlo no sólo y no tanto, obviamente, en quienes reivindican explícitamente el proyecto fuerte del racionalismo de matriz kantiana, sino sobre todo en quienes parecen tomar otros caminos, hacia territorios que se encontrarían más allá de la razón kantiana, si no enfrentados a ella. Pensemos en todas esas voces tan numerosas en nuestra cultura (por ejemplo en la pedagogía y en la psicología) que abogan por que se dé espacio a lo que desborda la fría racionalidad como medida, es decir, objetiva, y que identifican sobre todo con el sentimiento, la emoción y la fe, entendidas como facultades meramente subjetivas. En resumen, podemos decir que la genialidad increíble de Kant consistió en que no sólo modeló a sus seguidores, sino también a sus adversarios, en el sentido de que predeterminó el horizonte, las categorías para juzgar e incluso el léxico con el cual afrontar o no afrontar determinados problemas de la filosofía y de la cultura de nuestro tiempo.

La decisión kantiana
El ejemplo más elocuente en este sentido es esa posición del pensamiento (muy presente no sólo en buena parte de la filosofía de la religión, sino en amplios sectores de la teología, incluso católica) según la cual la razón humana nunca podrá admitir, precisamente para salvar la alteridad de Dios, que lo divino pueda volverse cognoscible y, aún menos, que el misterio pueda entrar en la esfera de la experiencia, so pena de idolatría y de reducción antropocéntrica. Pues bien, todo esto no sería posible sin la gran decisión kantiana, según la cual es necesario justamente «abandonar el saber para dejar espacio a la fe». Resulta significativo que, una vez separada del conocimiento, la fe de la que habla Kant –que es la pura fe moral de la razón– acabe paradójicamente coincidiendo con la defensa de la inaccesibilidad de lo divino propia de una teología desencarnada de la experiencia. La razón misma ha decidido a priori sobre algo que se pretendía que fuera “otra cosa” diferente de la razón.
Pero este problema merece que se vuelva a plantear en sus términos de fondo. En la Crítica de la razón pura (1781) Kant no duda en señalar como la “materia” de la razón humana su pregunta por lo incondicionado: «La razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana».

Finito e infinito
Sin embargo, continúa Kant (y aquí comienza la gran aporía de su investigación), estas preguntas tienen un alcance tal que obligan a la razón a abandonar la experiencia. Para él la experiencia es el reino de lo que se puede medir sólo sensiblemente en el espacio y en el tiempo y lo que debe someterse a nuestras categorías a priori. Como lo incondicionado no puede formalizarse así, quiere decir que nunca podremos conocerlo. Así pues, si bien por una parte la razón está obligada, por su propia naturaleza, a preguntarse por el ser real e infinito, por otra se ve obligada a no poder encontrarlo nunca en la experiencia. De este modo lo finito se separa cada vez más de lo infinito, las medidas de la ciencia de la inconmensurabilidad de la metafísica, el mundo empírico de los fenómenos del mundo ideal de la libertad.
Esta es, por tanto, la nueva metafísica “trascendental” de Kant: “ciencia de los límites de la razón”, cuya tarea es “mantenerse dentro de las fronteras”, determinando –siempre a priori– no sólo lo que se halla dentro de ellos (la experiencia objetiva, que es obra del intelecto), sino también lo que está fuera de ellos, cuya existencia o inexistencia ya no interesa realmente. Lo que interesa es su simple realidad mental, su inmanencia ideal en la razón misma. Así, los límites de la razón se revelan como límites en la razón. En efecto, si bien es verdad que la razón no podría existir sin tender hacia un objeto infinito, al no poder construir este objeto como un “dato”, vuelve hacia sí misma la trayectoria de su pregunta, hasta llegar a reabsorber en su interior –en las ideas puras del alma, del mundo y de Dios– ese ser que no le era posible conocer fuera de sí. Y quizás aquí, donde menos podíamos esperarlo, podemos encontrar la primera raíz de ese fenómeno inquietante que llamamos nihilismo.