Grandes entrevistas

La gracia de la amistad los destellos del Misterio
La angustia y la depresión, no sólo como patologías, son fruto de la indiferencia en que vivimos. Pero en cada hombre habita una sed de infinito, de misterio. De ello hablamos con el psiquiatra Eugenio Borgna. Su encuentro y afinidad con don Giussani

a cargo de Carlo Dignola

Eugenio Borgna, uno de los mejores psiquiatras europeos, catedrático de Clínica de las Enfermedades Nerviosas en la Universidad de Milán, ha publicado hace poco un hermoso libro, titulado Las intermitencias del corazón (Feltrinelli). Al hojearlo, leemos títulos como “En busca del rostro perdido” o “El diálogo con Dostoievski”, y encontramos observaciones sobre la música de Schubert, citas de Romano Guardini o razonamientos sobre el papel de los afectos en la vida humana inspirados en Leopardi.
El libro tiene una trama compleja, tejida para hablar de todo el espectro de cuestiones relacionadas con la enfermedad psíquica. Se enfrenta abiertamente al tecnicismo de la psiquiatría basada en los fármacos (que no duda en definir como “bárbara”), la más extendida hoy, y defiende el “espacio del alma” en medio de una práctica clínica que, a pesar de que se proclama “democrática”, reduce cada vez más al hombre a una máquina neurológica. En realidad Borgna, que ya ha dejado su trabajo en el Servicio de Psiquiatría del Hospital de Novara, intenta en este libro, con un estilo enormemente denso y fascinante (como el de su conversación), sacar los frutos de toda su experiencia humana en contacto con sufrimientos a menudo atroces, y sin embargo acompañada de una esperanza indefectible.
« Los trastornos de la memoria guardan relación con las intermitencias del corazón», escribió Marcel Proust en el fragmento que inspira el título del libro. Los horizontes ilimitados de la interioridad –comenta Borgna– utilizan el recuerdo de las alegrías y los sufrimientos vividos para traspasar la costra de una racionalidad entendida como facultad puramente intelectual, y de repente vuelven a florecer «tras el rastro de los sobresaltos imprevistos del corazón». Pero quizás Borgna dice algo más profundo que Proust: esas inter-mitencias no son solamente sístoles y diástoles de un músculo que no controla su palpitar, sino que son auténticos mensajes, viajan a través de la existencia como señales entrecortadas de un telégrafo que el corazón envía (mittere) en dirección a otro corazón. Hasta que encuentran a alguien dispuesto a escucharlas.

Profesor, en su libro mantiene que cada vez cuesta más en nuestra sociedad manifestar los sentimientos propios. Nunca ha sido tan fácil y común encontrarse con otros, y sin embargo parece que sacar a la luz nuestro propio mundo interior se ha vuelto más difícil.
Un gran psiquiatra alemán del siglo XIX, Wilhelm Griesinger, escribió que cuando vivía fuera del manicomio encontraba a su alrededor indiferencia, agresividad, falta de vida interior y de búsqueda del sentido de la vida; y que para volver a encontrar esos significados tenía que volver a la convivencia con sus pacientes. ¡Ya entonces! Imagínese cómo era la psiquiatría hace ciento cincuenta años, sin cuidados reales, sin fármacos, sin más psicoterapia que el diálogo inconsciente pero instintivo que nacía de estas grandes figuras médicas, que sabían lo que significa una palabra capaz de ofrecer vida. Evidentemente esta falta de vida interior va de la mano de un desarrollo enorme de la técnica, que vacía de sentido tanto al que trabaja en esto como al que, en cambio, vive inmerso en un mundo hoy constituido por una instrumentalización que cada vez es más refinada, pero que también se caracteriza por un proceso de cosificación que se dilata cada vez más, aplastando y vaciando nuestra vida. Sólo si dos rostros se encuentran, sólo si nos unimos en un diálogo que transforme tanto al que habla como al que escucha –ha dicho siempre Gadamer–, podemos intentar salvar de la destrucción esas naves fragilísimas que son las palabras o al menos del vaciamiento, pero es una labor cada vez más difícil. Está la timidez, el temor a expresar los sentimientos en un mundo en el que parecen estar cada vez más marginados o más reducidos a estereotipos. Esencialmente, sólo consigo encontrar grandes islas de interiorización recuperada, aunque acorralada, en los que están mal, en quienes –lo decía ya Romano Guardini– palpan el ansia, la inquietud, la búsqueda de un encuentro, e incluso, si queremos, el dolor. Kurt Schneider, otro psiquiatra alemán, escribió una vez: pobres existencias las que nacen y crecen, y quizás se apagan, sin haber sido nunca tocadas por la gracia de la melancolía y de la angustia. Ciertamente, si éstas se exacerban se transforman en enfermedades dolorosísimas, que pueden llegar a exigir una terapia farmacológica. Pero puede que esto no baste: es necesario que recuperemos en nosotros el significado y el valor de cosas intangibles como la amistad.

Hoy tenemos muchos “conocidos”, pero la amistad es una experiencia poco frecuente. En su libro hay una frase dramática de Sylvia Plath, la poetisa americana que se suicidó: «Estoy más allá de cualquier ayuda», dice en un momento en que le obsesionan los pensamientos abismales. El sufrimiento, incluso grave, es una experiencia muy común, pero esta sensación de estar absolutamente solos, de no poder recibir ninguna ayuda es quizás un punto sin retorno.
Se puede estar sumido en tal condición de angustia y de desesperación que incluso los sentimientos de amistad palidecen y se debilitan, y sólo se pueden revitalizar con una capacidad –que, entendámonos, algunos tienen y otros no tienen– de testimonio en silencio. Porque las palabras, cuando descendemos hacia el interior de estas formas absolutas e incandescentes de depresión, se calcinan inmediatamente; solamente los gestos siguen teniendo sentido. Como decía Norbert Elias, con los moribundos el único modo de transmitir algo es estrechándoles la mano. Estamos devorados por la indiferencia que caracteriza, desgraciadamente, nuestro modo de vida cuando estamos en el trabajo, y también cuando estamos en casa. Por eso la insensibilidad que experimentan los pacientes cuando están sumidos en la depresión es hija de la insensibilidad, aunque sea más epidérmica, de los que, sin estar enfermos, viven esta exterioridad, este deslizarse por la superficie de las cosas de la vida que no permite intercambios, que no permite el diálogo. Así pues, es esencial recuperar esa “gracia de la amistad” de la que hablaba Simone Weil.

Amistad: parece una palabra un poco vieja...
Agotada, inusual... La amistad es mirar de lejos (por tanto no de cerca, como por ejemplo en el amor) a una persona, captando sin embargo su núcleo secreto de alegría o de sufrimiento. Un sentimiento que sólo puede vivir se existe esa distancia, que hay que recuperar y transfigurar, porque mantener esta llama viva, esta antorcha de relación humana, cuando estamos tan distantes los unos de los otros, es algo infinitamente difícil. Estas cosas, que parecen “de otro mundo”, las experimentamos sobre todo en el contacto con quien está mal, pero quienes están peor aún, desde el punto de vista ético, somos nosotros.
Esta amistad, tal como usted la ha descrito, es la experiencia más grande que puede hacer un hombre, se sitúa en el corazón mismo del amor. Me viene a la mente cómo habla de ella don Giussani, y cómo la vive: una posibilidad de confianza radical frente a una persona que es solidaria con tu destino, con tu interés último y no con una idea.
Una imagen como esa de la “amistad como gracia” de Simone Weil es lo que creo que une un pensamiento fulgurante como el de Giussani con un pensamiento más renqueante como el de un psiquiatra como yo. Siempre, al leer las cosas que escribe, he pensado que quizá de algún modo nuestros caminos son paralelos, son dos rectas que tienden a coincidir en una distancia infinita. Sin duda, la amistad es una virtud de matriz cristiana. Algunos valores esenciales en psiquiatría como el encuentro, el diálogo o el estar juntos en el dolor, reflejan esos grandes valores que son a la vez religiosos, espirituales, pero también útiles en el campo médico en el que trabajo, aunque sea de forma autónoma. Como ve, yo distingo un poco los planos, porque considero que la síntesis tendrán que hacerla, en todo caso, los muchísimos que leen a Giussani y los pocos que leen mis libros.

Weil habla de la “gracia de la amistad”. ¿Qué significa esto para usted?
Gracia como fulgor de lo inefable, de lo espiritual, incluso del misterio, pero que vive en nosotros, vive en usted y vive en mí. Y que elimina cualquier paso racional, frío, gélido, para hacernos captar lo que sentimos, lo que presentimos como indispensable para la vida. Gracia, pues, sin duda como dimensión psicológica, como meta biológica, pero como algo que existe. Algo cuyos efectos conocemos pero cuyas causas desconocemos. Si intento definirla conceptualmente la amistad se desintegra, se escapa, corre el riesgo de ser devorada. Y sólo se salva si la insertamos en un surco, por ejemplo en el del gran discurso teológico, pero creo que profundamente humano, de don Giussani, o en el de Simone Weil, que no es un discurso teológico y tampoco psicológico ni filosófico, pero que nos permite entrever alguna partícula lejanísima, algún destello del misterio. Sin el misterio todo se vuelve oscuridad, tiniebla e incomprensión; y también, creo, incapacidad para captar el sentido del sufrimiento de los demás, que en todo caso siempre tiene dentro una zona de oscuridad, que solamente pueden captar y recoger quienes saben qué son las miradas: ¡ningún oculista puede encontrarlas dentro de los ojos! Todas las teorías, todos estos ríos de palabras que usamos, tratan de definir algo de lo inefable. Porque en el fondo la angustia, el sufrimiento o la esquizofrenia podemos desmenuzarlas en muchos síntomas, pero en realidad escapan a cualquier discurso racional. En el espléndido discurso de Giussani la distinción entre el plano psicológico y el plano de la trascendencia siempre está presente. Yo no comparto ciertos estudios de “psicología de la religión”; me parecen intentos insensatos porque corren el riesgo de hacer psicológico, es decir, empírico, lo que pertenece en realidad a la esfera del espíritu, de la trascendencia. Mientras que la síntesis, repito, de los dos caminos está en el infinito.

No quiere decir que el infinito no tenga ninguna incidencia en la vida cotidiana…
Es cierto: puesto que el infinito vive en nosotros, nos acompaña en cada acto, en cada gesto de nuestra vida, independientemente de la psicología que tengamos. Son valores que viven y se mueven dentro de eso que hacemos cuando nos encontramos con los demás. Reducir estos valores a una determinada disposición psicológica, según la cual algunos tienen una psicología más adecuada, más “religiosa”, significa en el fondo volver poner en tela de juicio, precisamente, esa gran tesis de que el infinito obra en nosotros. Ninguna psicología podrá nunca explicarme qué es la gracia. Me parece que don Giussani distingue estos dos planos, como yo he intentado también hacer de algún modo en mi pequeña obra y pensamiento. Dejando, ciertamente, la puerta abierta a esta circularidad de la experiencia por la que el infinito vive en nosotros. Como dice Guardini, la melancolía misma es un presagio del infinito: como si abriese en nosotros abismos de significado tales que siempre nos dejan entrever la línea del misterio.

Usted habla a menudo del “corazón”, pero me parece que no lo hace en términos sentimentales.
Las “razones del corazón” son a las que alude Agustín, y que han llevado incluso a Heidegger a escribir que las cosas esenciales de la vida, esto es, nacer, sufrir o morir, sólo consiguen entenderse si abandonamos la luz solar de la razón y reconocemos que existe una forma de conocimiento alternativa, que es de la que habla Pascal o Scheler, pero que creo que es también la cristiana. Proust identifica las razones del corazón con la intuición. Pero ¿qué es la intuición? Suelo poner este ejemplo: un paciente entra en mi estudio y antes de que hable, de que exprese algo de sus sufrimientos, capto instantáneamente, gracias a una percepción de lo invisible –que pasa sin duda a través de las miradas, de los rostros, de las sonrisas que a veces son lágrimas, de las lágrimas que a veces son sonrisas–, el núcleo profundo que hay en él. ¿Cómo puede un conocimiento abstracto, racional, decirme algo de los sentimientos, de las emociones que experimentan los demás? ¿Qué tiene que ver el conocimiento racional con la memoria que me lleva a revivir de repente –esto es el “corazón intermitente”– hechos lejanísimos, que renacen en este instante porque asocio la luz que observo esta mañana por la ventana de mi estudio a la luz que vi hace años sobre el Monte Rosa en otro día tan claro y tan luminoso como el de hoy? Dios es sensible al corazón y no a la razón abstracta, decía Pascal.

Pero Pascal hablaba de las “razones del corazón”, así que el corazón no es lo contrario de la razón. Ciertamente no se trata de su reducción ilustrada, sino que es siempre algo que nos permite conocer.
Cierto. También el corazón nos hace considerar, ver, mirar, tocar (quizás este es el punto importante) el misterio. Es otro horizonte de conocimiento, integral: no digo que sólo deba existir éste, pero es como la sombra que acompaña a la luz de la razón, y nos hace captar también las cosas que no decimos, que ni siquiera sentimos… Incluso un racionalista como Robert Musil escribió que el área de lo inefable es vastísima, y si estamos deslumbrados por la búsqueda de una racionalidad absoluta nunca la captaremos.

¿ Cómo conoció a don Giussani?
Nos encontramos por primera vez aquí, en Novara, una noche hace quince años, en una cena. Me impactó su forma de hablar inmediata y deslumbrante, sin muestra de esas brechas de fría teología que me temo que hacen difícil el diálogo con cualquiera. Al contrario, sus palabras estaban llenas de esa transparencia espiritual propia de los grandes maestros cristianos. En él vi la teología reunida y transfigurada, por así decir, en un núcleo de fe absoluta, pero nunca separada de la percepción psicológica de quien tiene a su lado. El discurso intelectual va parejo en Giussani a una extraordinaria capacidad de captar cómo cada uno asume en su experiencia las cosas que él dice. También me impresionó la amplitud de su perspectiva: Leopardi, Beethoven, Schubert o Mozart como dimensiones que dilatan el núcleo espiritual y evangélico, extendiendo por tanto el aire, el espacio de la escucha también a quien puede que no tenga una confianza común en el camino de la fe. Su espiritualidad me pareció sumamente moderna, por estar encarnada en la vida de cada día. En algún texto ha citado algunas de mis apreciaciones, pero siempre ha captando hasta el fondo el modo diferente que tenemos de aproximarnos al mismo asunto; a la vez percibo su interés, que implica siempre un reconocimiento, por los valores que cada uno afirmamos, aun en campos diferentes; que son tanto más bellos y útiles cuanto más se reflejan en áreas distintas. Algunos valores, ciertamente, acaban uniendo ambos caminos. Los valores esenciales que don Giussani propone a cualquiera si viven en nosotros permiten ampliar el conocimiento del misterio, algo esencial también en psiquiatría. La inefabilidad, la incognoscibilidad, siguen estando ahí, a veces insuperables, y no hay libros, no hay experiencias que consigan traspasar sus límites. Lo que propone don Giussani ayuda a vivir, incluso una vida sencilla, empírica pero humana como la mía. Porque la debilidad y la inquietud son una constante en la vida de todos, pero especialmente en quien tiene delante de sí a un paciente que puede estar en peligro de muerte y ocho días después suicidarse. Aceptar este riesgo que la psiquiatría conlleva, saber insertarlo en esta búsqueda ilimitada del sentido, tan propia de don Giussani, poder hacerlo en mi trabajo concreto, supone una ayuda, aunque no se pertenezca a Comunión y Liberación. Así que la deuda que uno contrae al leer sus escritos y escucharle es impagable.

Vida
Benedetta Villani
Eugenio Borgna nació el 22 de julio de 1930 en Borgomanero. Terminó la carrera de Medicina y Cirugía en 1954 en la Universidad de Turín, obteniendo la especialización en Enfermedades nerviosas y mentales en 1957. Es catedrático de Clínica de las Enfermedades Nerviosas y Mentales en la Universidad de Milán desde 1962. Desde 1970 hasta 1978 fue director del Hospital Psiquiátrico de Novara, y desde 1978 es responsable del Servicio de Psiquiatría del Hospital Mayor de Novara.
Se ha ocupado principalmente de psicopatología de las depresiones y las esquizofrenias en numerosos trabajos. Él mismo explica en la revista Estudios de psiquiatría que su pasión por «la subjetividad, por la interioridad de los pacientes» le ha empujado a ocuparse sólo de psiquiatría, dejando a un lado su interés inicial por la neurología. «Creo que puedo decir que, al ocuparme sólo de psiquiatría, he podido reconocer y al menos en parte realizar mi destino (...); esto es, recorrer el camino misterioso que se dirige hacia el interior y que es la premisa para acercarse a la interioridad, a la subjetividad de los otros, a fin de comprender y aliviar sus sufrimientos».

Obra
C. D.
Eugenio Borgna es autor de numerosos ensayos. Uno de ellos, El archipiélago de las emociones (2001), ha tenido mucho éxito, no solamente entre quienes se interesan por las enfermedades mentales. Alterna una producción más técnica, dirigida a sus colegas psiquiatras, con obras más divulgativas, en las que analiza las emociones y sentimientos que pueden ser signo de trastornos psíquicos o de patologías más graves. En oposición a la interpretación naturalista hoy en boga, que sitúa la causa de la enfermedad psíquica en el mal funcionamiento de los mecanismos cerebrales, y que utiliza como medios curativos los fármacos y el electroshock, Borgna defiende la necesidad de entrar en relación con el paciente y conocer su mundo interior para curarlo, sin dejar de considerar indispensable la ayuda de las medicinas en el caso de las psicosis. Entre sus obras destacan: Los conflictos del conocimiento (1988), Melancolía (1992), Como si se acabara el mundo (1995), Las figuras del ansia (1997), Somos un coloquio (1999), Las intermitencias del corazón (2003).