El asombro por un encuentro

La libertad
en la raíz
de la obra

Las obras nacen sólo cuando
uno tiene el coraje de decir «yo»


El yo, el poder, las obras. Contribuciones a partir de una experiencia,
Encuentro, Madrid 2001, pp. 91-93, 109-112

Recuerdo una frase de Kierkegaard que dice que los valores permanecen abstractos hasta que alguien tiene el coraje de decir «yo» («Toda comunicación de la verdad se vuelve una abstracción [...] Nadie tiene el coraje de decir: ‘Yo’»; S. Kierkegaard, Diario, Rizzoli Bur, Milán 1983, p. 249). De la misma manera podemos decir que las obras sólo nacen cuando uno tiene el coraje de decir «yo».
Vosotros habéis tenido el coraje de decir «yo», y de algún modo, en circunstancias muy variadas, os habéis arriesgado.

También me viene a la cabeza la frase de otro filósofo, Nietzsche, el cual, para atacar a los cristianos, decía que incluso sus virtudes son muy modestas porque, como todos, lo único que buscan es su propia comodidad. Sin embargo, ninguno de vosotros ha seguido la regla de su propia comodidad al crear una obra; cualquiera que sea el tipo de obra que hayáis creado no os habéis enfangado en la búsqueda de vuestra comodidad.

¿A qué habéis dado vosotros espacio, voz, forma de acción? La palabra que debemos repetirnos siempre, la palabra que define la grandeza del hombre respecto al resto de la realidad –por pequeño e inerme que pueda parecer frente a todos los fenómenos que caracterizan la realidad que nos rodea– es la palabra «libertad». Habéis dado espacio e iniciativa a vuestra libertad. Ésta es la palabra más sagrada que la Iglesia y la educación cristiana nos han enseñado a considerar y venerar. Es la palabra que viene inmediatamente después de la palabra Dios. El carácter inevitable del destino –que la palabra Dios implica y explicita– se plantea y se impone ante la libertad de esa pequeña realidad que es el hombre. Ese pequeño hombre es el nivel de la realidad en que ésta se vuelve consciente de que tiene un destino sin límites, infinito; la libertad es deseo de lograr una satisfacción total y completa, pero en el hombre sólo alcanza su plenitud si entra en relación con el infinito; por eso, hablar de libertad es hablar de la religiosidad tal y como el cristianismo la percibe, como Cristo nos ha enseñado a percibirla.

La libertad es exigencia, deseo, tensión hacia el infinito. Sin embargo, el infinito, este destino infinito que tenemos, se manifiesta a través de las necesidades cotidianas en las que se articula y se concreta nuestra sed. Las necesidades cotidianas nos llaman a dar pasos hacia el infinito. Cada necesidad particular es el modo en que el destino, el infinito, nos toca; nosotros reaccionamos frente al deseo que las cosas concretas suscitan en nosotros, y nuestra reacción –si la lleva a cabo un «yo» comprometido y no demasiado «modesto», no tendente a lo cómodo– afronta naturalmente la necesidad con cierta sistematicidad.
Éste es el origen de toda obra: el intento de responder de forma sistemática a una necesidad que nos urge en nuestra vida, en el ahora, durante este día.

Pero, del mismo modo que no podemos nacer solos, ni podemos vivir solos, tampoco podemos responder a nuestras necesidades –sean las que sean, incluso las que parecen más pequeñas– sino dentro de una compañía, con ayuda de una compañía. Solos no podemos afrontar ninguna necesidad con la sistematicidad que requiere el carácter orgánico de nuestra vida.
Educación en la libertad
Y la libertad es adhesión al ser, amor al ser, sed de ser, y por ello, apertura sin límites: no hay temperamento o carácter que pueda sentirse ofendido y retirarse ante esta feliz propuesta original.

Para comprobar cuanto he dicho señalaremos estos puntos.
En primer lugar, la estima sincera del trabajo. Tal estima tiene una señal inequívoca: que el hecho de que mucha gente no tenga trabajo se vuelve insufrible (no en el sentido rabioso, sino etimológico del término: no podemos quedarnos tranquilos). Que haya mucha gente sin trabajo ya no puede dejarme tranquilo. No puedo estar contento de mi trabajo porque vaya bien y me dé resultado y basta. La estima sincera del trabajo, ante todo, hace intolerable el que otros no trabajen, porque la educación en la libertad es abstracta si el hombre no tiene un trabajo que aprender. Al realizar mi trabajo es cuando puedo comprender que soy libre, que me dejan ser libre, que mi libertad es respetada y, al contrario, comprendo también cuando todo se bloquea, se reduce, se restringe, se define y se predetermina inadecuadamente.

Es imposible que haya educación en la libertad sin posibilidad de trabajar. Yo les explicaba a los chicos que el hombre sin trabajo sufre un atentado grave a la conciencia de sí mismo, según un principio de santo Tomás que dice que el hombre se conoce a sí mismo solamente en la acción. El hombre no se conoce a sí mismo cuando se pone a pensar en sí mismo (para ello es necesaria una objetividad que pocos alcanzan a través de una educación filosófica adecuada), sino que percibe su valor, sus facultades, aquello de lo que es capaz, trabajando, in actu exercito (cf.: «In hoc aliquis percipit se animam habere et vivere et esse, quod percipit se sentire et intelligere et alia huiusmodi opera vitae exercere»; santo Tomás, Quaestiones disputatae de veritate, q. X, art. 8, c.; cf. también Luigi Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1998, pp. 58 s.), como dice santo Tomás de Aquino. Un hombre sólo se conoce a sí mismo en la acción, durante la acción, mientras está en acción. Por ello, sin un trabajo en la vida, uno se conoce menos a sí mismo, equivoca el sentido del vivir, tiende a perder el sentido por el que vive. ¡Debemos hacer todo lo posible por colaborar con las fuerzas sociales y políticas que intentan encontrar un trabajo para todos! No como cierto sindicalismo que, muchas veces, se desgañita por los que trabajan y le importan un pito los que no trabajan (no digo que todos los sindicatos actúen siempre así; he limitado un poco mi observación).

Segundo. La libertad tiene su primera expresión en la posibilidad de educar. En la vida concreta, la primera libertad no es hacia mí mismo, por así decirlo, sino hacia quien amo: hacia mi hijo, mi hermano, pero también, cristianamente hablando, hacia el más desconocido, como, por ejemplo, ese musulmán que antes de ayer por la noche, en Forlí, después de escuchar a uno de los nuestros presentar el libro ¿Se puede vivir así? (Cf. Luigi Giussani, ¿Se puede vivir así?, Madrid, Encuentro 1996), fue a hablar con él, asintiendo entusiasmado a lo que había escuchado; pero ya era hermano nuestro antes de acercarse. Ante aquellos a quienes se ama, ¡qué deseable es la libertad de educación, la libertad para educar, para ayudarles a entrar en la realidad! Para mí es casi más deseable que para una madre; la madre lo desea para su hijo. ¡Será la exageración del amor! Pero no es exageración, es la lógica del amor.

Libertad educativa. ¡No se puede jugar políticamente, es vergonzoso colaborar políticamente con fuerzas que niegan la libertad educativa! A menos que se trabaje para cambiarlas, pero hay que ser realistas: no puede ser sólo un sueño; debe haber motivos sólidos para esperarlo, para confiar en tu influencia; de otro modo, amigo mío, pierdes el tiempo. Porque la libertad de educación es la cuestión principal. Si un padre y una madre engendran un hijo y no lo educan, habría que usar las palabras que Jesús dijo a Judas: «¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» (Mt 26,24; Mc 14,21) (Jesús dijo eso de Judas porque el destino de la vida del hombre es Él: Jesús, el Verbo hecho carne, el Misterio hecho carne; y Judas traicionaba esto). La libertad de educación concierne a la familia no sólo cuando los niños son pequeños y están en casa, sino cuando los manda a la guardería, cuando tiene que mandarlos al colegio, y todavía más al instituto y a la universidad. ¡Parecen capaces de guiarse por sí solos! ¡Y no lo son! Es necesario seguirles, asistirles, no de la mano como cuando son pequeños, sino más bien de lejos (como se enciende la televisión de lejos, con el mando a distancia).

Tercero. La justicia: que exista en la vida social una justicia seria y lealmente aplicada, ante todo respetando los derechos del individuo, de la persona, los derechos que tanto han caracterizado la historia de la jurisprudencia en la civilización. Hay civilización cuando la jurisprudencia respeta estos derechos, cuando empieza con el respeto a estos derechos. No se puede afirmar la justicia destruyendo el tejido de la vida de un pueblo, destruyendo el bienestar de un pueblo, destruyendo la perspectiva de futuro de un pueblo, desalentando a sus corazones más vivos. No se puede organizar una persecución de los valores primarios de la persona en nombre de un sutil designio político. «Ya hemos vencido», decía un juez; ¿cómo que «ya hemos vencido»?, ¿antes de juzgar? ¡Qué terrible es una sociedad donde la justicia ya no es justicia! Pues para que haya más justicia es necesario, ante todo, que los jueces sean humildes, conscientes de sus límites. Siempre repito a los jóvenes: «Para tener una relación verdadera con cualquier persona, con cualquier cosa, el punto de partida realista es que soy pecador. Entonces me acercaré con más respeto y diré con más modestia: ‘sí’, o ‘no’».

Cuarto. Una vida política guiada por un ideal. Un partido no puede ser partido del pueblo si no tiene un ideal que congregue a ese pueblo. Todo pueblo se forma a partir de un acontecimiento particular que sucede en el tiempo, y está unido por un ideal que persigue (más o menos conocido, o intuido). En caso contrario ya no es un pueblo, sino un rebaño. La mayor tentación de quienes ostentan el poder es hacer del pueblo un rebaño, ¡salvando todas las formas, pero haciendo de él un rebaño! Pasolini usaba la palabra «homologación» (cf. P. P. Pasolini, Escritos corsarios, Planeta, Barcelona 1993, pp. 56 s. y 60 ss.). «Pueblo de Italia, viejo titán perezoso, / vil te dije a la cara, y tú me respondiste: bravo» (G. Carducci, «Avanti!, Avanti!», vv. 70-71, de Giambi ed épodi, en Poesie, Garzanti, Milán 1993, p. 167), decía en Yambos y Épodos el joven Giosuè Carducci, sit venia verbis. Una política que no se preocupe de sostener una postura ideal, sino de «tener éxito» a través del poder adquirido, es una política malvada. Es necesario decírselo a nuestros hijos, pero ante todo, a nosotros mismos; es necesario gritárselo a los amigos, gritarlo en las plazas y por las calles, escribirlo en las paredes.

Una política, así pues, que se preocupe de mantener una actitud ideal. Esto establece una ola educativa y provoca un aire de mayor libertad, un ambiente más libre, y, por lo tanto, provoca la creatividad, la imaginación.
¿Por qué no hay grandes creadores hoy día? ¿Por qué es difícil, y cada vez más, que los haya? Porque falta espacio para el hálito creador. Necesitamos que la política esté realmente hecha por gente (¡y esto es un deber a la hora de elegir a quienes nos representan!) que tenga verdadero interés por el hombre. Es una cuestión previa: después, que hablen de economía, de trenes, del ejército, de los servicios secretos, pero antes que nada deben tener interés por el hombre. Interés por el hombre: esto es lo que hace que la política siga a Dios, porque Dios es el Señor, el político por excelencia, el que tiene un poder –gracias a Dios– en última instancia irresistible.

La religiosidad, que es el punto que inspira toda nuestra postura, no es una cosa abstracta: viene de muy lejos, de cuando fuimos creados, hechos, desde antes del instante en que nuestro padre y nuestra madre nos concibieron, pero ya dentro de sus entrañas. Porque dentro de sus entrañas había otra Presencia que, como dice el Salmo 138 (leedlo si tenéis la Biblia), estaba presente aún antes de que esas entrañas de mi madre me plasmasen (Sal 139 [138],13 ss.); viene de lejos, por tanto, pero entra hasta en los últimos terminales de nuestros intereses (inter-esse: es decir, que entra en nuestro ser, que tiene que ver con nuestro ser, conmigo). Ciertamente, la premisa que me parece más importante es que uno se sienta a sí mismo, que tenga piedad de sí, que se admire de sí mismo. Pues al menos el hecho de que yo viva, de que yo exista, me llena de admiración y asombro. Admiración hacia quien me hace, de la que forma parte mi devoción por mi padre y por mi madre: por mi padre y por mi madre (nunca he hablado sin recordarles, jamás, en cuarenta años).