Finkielkraut 2003
Jean Jacques Rousseau dijo: «Odio la tiranía, la considero la
fuente de todos los males del género humano». Era una forma de
atribuir al mal un origen no natural sino histórico y social. El mal
ya no radicaba en el hombre sino en la sociedad. De esta manera inauguró para
la política una carrera ilimitada, fijando su objetivo en la eliminación
del mal de la Tierra, modificando radicalmente las condiciones de la vida social
humana. Pero, es más, Rousseau situó el origen de todas las perversiones,
de todos los delitos humanos en el dominio, en la opresión. Nosotros
seguimos siendo hoy herederos de este pensamiento. Ser roussonianos quiere
decir poder remontar siempre el delito original. (...) Se pueden ver las cosas
también desde otro punto de vista. La tendencia espontánea de
la ideología es la de distribuir a los seres humanos en dos categorías:
por un lado, los que actúan, y que por tanto son responsables de sus
actos y por ello acusables; por otro, los que reaccionan y la causa de sus
actos es siempre externa a ellos mismos, por lo cual son inocentes. Estos gozan
de la inmunidad del prefijo “re-“: réaction, résistence,
rébellion, révolte (reacción, resistencia, rebelión,
revuelta). La sociología dominante hoy se inscribe en el marco de esta
distribución roussoniana de los roles.
(...)
En la base de la modernidad hay una especie de resentimiento contra el mundo
tal como es donado, un resentimiento contra el dato. Hannah Arendt hizo del
nacimiento el paradigma ontológico del evento. Ella recuerda, en este
extrañamiento de la condición del hombre moderno, la fórmula
bíblica “un niño nos ha nacido”, dándole una
especie de traducción secular, laica: el niño es un milagro.
Pero hoy advertimos cómo la utopía hipermoderna está prevaleciendo
con mucho sobre los milagros. ¿Está destinado el hombre a vivir
en medio de sus propios productos, o bien debería justamente tomar partido
por el dato?
(del encuentro con Alain Finkielkraut en el Centro Cultural de Milán,
20 de enero de 2003)
Giussani 1976
La novedad es la presencia en cuanto conciencia de haber recibido algo definitivo,
un juicio definitivo sobre el mundo, sobre la verdad del mundo y del hombre,
que se expresa en nuestra unidad. La novedad es la presencia en cuanto conciencia
de que nuestra unidad es el instrumento para el resurgimiento y para la liberación
del mundo.
La novedad es la presencia de este acontecimiento de afectividad y de humanidad
nuevas, es la presencia de este principio del mundo nuevo que nosotros somos.
La novedad no es la vanguardia, sino el resto de Israel, la unidad de aquellos
para los cuales lo que ha acontecido es todo y que esperan sólo la manifestación
de la promesa, el manifestarse de lo que está dentro de lo acontecido.
La novedad no es un futuro que conquistar, no es un proyecto cultural, social
y político. La novedad es la presencia. Presencia no es dejar de expresarse:
la presencia es también una expresión.
La utopía tiene como forma de expresión el discurso, el proyecto
y la búsqueda angustiosa de instrumentos organizativos; mientras que
la presencia tiene como modo de expresión una amistad operativa: gestos
que comunican un sujeto distinto que vive y que afronta todo: las clases y
el estudio, el intento de reforma de los planes de estudio y de la universidad
entera; gestos de un sujeto nuevo que ante todo son gestos de humanidad real;
mejor aún: gestos de caridad. No se realiza una realidad nueva haciendo
discursos y organizando proyectos alternativos, sino viviendo gestos de humanidad
nueva en el presente. Claro está que estos gestos de caridad deben convertirse
también - por ejemplo - en el intento de que exista gente en las juntas
de facultad y de administración que pueda ayudar humanamente a todos,
y no a gente interesada sólo en un “carrerismo” político,
ni a gente incapacitada para dicho compromiso.
En resumen: en la utopía haríamos la competencia al mismo nivel
y, en el fondo, con los mismos métodos de los demás; en la presencia
opera la capacidad crítica: es decir, la capacidad de integrar todo
en la experiencia de comunión que vivimos, en el sentido del misterio
que nos constituye, de la Realidad liberadora que hemos conocido.
(Luigi Giussani, «De la utopía a la presencia», Huellas,
diciembre 2002, punto IX)