El hombre verdadero mendiga la paz de Aquel que puede darla
Un extracto de la
intervención del Presidente del Consejo Pontificio Cor Unum en la jornada
organizada por la CdO “Educar en la libertad para construir
la paz”
Paul Joseph Cordes
Cuando me preguntan sobre el “movimiento de la paz” del que últimamente
habla el Papa, me venís a la mente sobre todo vosotros, y con vosotros
otros movimientos que construyen la Iglesia y educan para la paz, sin la presunción
de descargar sobre los demás la culpa de la guerra.
La posición del Papa es sobre todo la de arrodillarse ante Jesucristo
y ante su Madre como un mendigo. El hombre auténtico es mendigo de la
paz y ¡sabe dónde se encuentra y quién es! Por ello, su actitud
ante la guerra es la de arrodillarse ante Cristo y su Madre sin desesperación,
conmovido por los hombres con cuyos pecados carga, pero con la certeza de que
la última palabra sobre la humanidad y sobre la historia es la misericordia.
Confianza y esperanza
En el Ángelus del 16 de marzo, el Papa pronunció palabras durísimas
sobre la guerra, aunque primero utilizó dos palabras que ningún
medio de comunicación recogió en sus crónicas: confianza
y esperanza. Más tarde vi citada las frase que las contenía en
un texto de Comunión y Liberación: «No debemos perder la
confianza... Sólo Cristo puede renovar los corazones y devolver la esperanza
a los pueblos».
El Santo Padre puede hablar de paz porque tiene conciencia viva de que la cruz
de Cristo ya ha redimido al mundo. Esto es el anuncio de la Iglesia y su propuesta
al hombre de nuestro tiempo, a los responsables políticos de las naciones
y a toda criatura que pisa este suelo bañado de sangre y lágrimas.
Aunque manchado por la mentira el clamor por la paz expresa al mismo tiempo el
deseo del hombre sincero que pide la paz. El Papa sabe que este clamor no está destinado
a perderse en el silencio de los astros, sino que es escuchado, y repite a voz
en grito: «¡La paz es posible!».
El Santo Padre no predica sólo una teoría sobre la paz y la guerra,
aunque también lo haga. Por encima de todo es un hombre que ha encontrado
la paz y cuya vida lo testimonia. Lo testimonia incluso antes de empezar a hablar,
como María cuando “se apresura” hacia la casa de Isabel llevando
a Jesús en su seno. Sin que María dijera nada, la criatura que
Isabel llevaba en su vientre saltó al reconocer la salvación.
La última palabra es la misericordia
Si el nombre de la paz es Cristo y el Papa es su vicario, entonces la paz está grabada
en las entrañas del ministerio de Pedro, y él es consciente de
esto en todo momento; y cuando habla de paz, habla de un hombre que es esta Paz,
de un hombre que es Dios. Para proponer la paz a los hombres no hace más
que describir, incluso sin nombrarlo explícitamente, a Jesús, «Redentor
del hombre, centro del cosmos y de la historia».
La última palabra es la misericordia. Identificado con Cristo, con un
ofrecimiento total de sí a la Virgen María, el Papa inunda de esta
certeza a quien quiere escucharlo. En Fátima, el 13 de mayo de 2000, reveló que
el tan temido tercer secreto era la misericordia. El martirio de los cristianos
y su propio martirio, por gracia de Dios y la ayuda de la Virgen, desembocan
en la misericordia, la misma que experimentó y proclamó Maximiliano
Kolbe al aceptar el sacrificio de su vida: la caridad es la paz que vence al
horror.
La paz no es fruto de los esfuerzos humanos. ¿Qué resultados obtendríamos
si nosotros los hombres con nuestros sentimientos de venganza, todavía
no redimidos, pretendiéramos hacer las paces? Incluso en nuestras intenciones
más nobles se esconden motivaciones deshonestas y tendencias violentas.
Por eso el cántico de Pablo sobre la paz subraya a quién le debemos
la paz. «Él es nuestra paz... dando muerte, en él, al odio».
Jesucristo rompió el circulo vicioso de la opresión y de la violencia.
Y lo hizo, sin duda, a un precio muy caro: carne y sangre, cruz y muerte.
Hace apenas tres días, el Papa dirigió un mensaje a los capellanes
castrenses: «En nuestra perspectiva de fe, la paz, más que fruto
de acuerdos políticos e intereses entre individuos y pueblos, es un don
de Dios que se invoca insistentemente con la oración y la penitencia. ¡No
hay paz sin la conversión del corazón!».