duomo de milán

Non nobis
domine,
sed nomini
tuo da gloriam

Una tesis de licenciatura en Economía: ¿Quién financió la construcción del Duomo de Milán?, ¿el pueblo o el príncipe y los ricos comerciantes? Una profunda indagación en los manuscritos inéditos de los registros de donaciones y en los Anales de la Fabbrica del Duomo en torno al año 1400 arroja luz sobre una interesante cuestión de historia de la Iglesia

Martina Saltamacchia

Una tarde, hace ya dos años, escuché decir a don Pino: «Tu vida está hecha para realizar grandes cosas, como los hombres del Medioevo, que vivían en chabolas y construían las catedrales». Tal fue el entusiasmo que produjo en mí aquel augurio que a la mañana siguiente fui a buscar a mi profesor de Historia del la Economía y le pedí realizar una tesis que partiera de aquella frase. De esta manera tan inesperada comenzó un viaje de 18 meses por la historia del Duomo de Milán y de su construcción en los primeros 15 años de su fundación (1387).

¿Monumento laico o catedral católica?

Antes que como majestuosa muestra de arquitectura gótica lombarda, el Duomo de Milán aparece ante la mirada del atento visitante como testimonio de una espectacular devoción, signo tangible de una mentalidad religiosa que en la Edad Media impregnaba profundamente la vida de los hombres. Como recogen los Annali della Fabbrica del Duomo, «todos corrían a ofrecer su óbolo para la gran empresa, ya fuese dinero o materiales; todos, sin diferencia de clase». Para quien se acerca a estas piedras con sencillez y curiosidad sincera, surgen múltiples interrogantes de inmediato: ¿cómo y quién la construyó?, ¿quién la financió? ¿qué impulsó a aquellas pobres gentes a erigir una imponente catedral de mármol, la mayor por aquel entonces, de todo el mundo? La falta de un estudio completo que partiese de las transcripciones y del análisis de la gran cantidad de manuscritos, registros y correspondencia conservados en el Archivo de la Fabbrica del Duomo propició diversas interpretaciones históricas y suscitó numerosos debates: ¿mausoleo dinástico deseado por Gian Galeazzo Visconti para su estirpe o catedral cristiana querida por el pueblo? ¿Proyecto financiado por las donaciones de ricos mercaderes para celebrar su prestigio social o símbolo del orgullo ciudadano que ambicionaba destacar sobre otras ciudades italianas edificando un templo de proporciones nunca vistas?
El análisis cuantitativo de manuscritos inéditos del Archivo del Duomo revela que entre las aportaciones destaca la del príncipe Gian Galeazzo Visconti, que contribuye mensualmente a la Fabbrica con 700-800 liras, cantidad verdaderamente exorbitante comparada con las 4 o 5 liras por media del pueblo. Pero aún así, el dinero del príncipe representa sólo el 16 por ciento de la suma recogida aquel año, en tanto que las aportaciones entre limosnas y donaciones del pueblo corresponde al 84 por ciento, en particular, las donaciones más pobres, de un valor comprendido entre un denario y diez liras, constituyen el 28 por ciento de ese 84 anterior.

Todo por la construcción
Para el hombre medieval resulta bien claro que todo contribuía a la construcción: cada gesto, aunque pudiera parecer banal o humilde, adquiría un valor eterno en el ofrecimiento; así, cada bien, incluso el más insignificante, servía para edificar la catedral: un florín de oro o una monedilla de cobre, un anillo de diamantes o un botón de madreperla, toneles de vino o sacos de trigo, el mantel bordado o el paño desgastado. Cada don encontraba prontamente su uso en la obra (cal, hierro, utensilios...), en la iglesia (vestiduras sagradas, tapices, cera...) o entre los operarios (pan y vino), o incluso se convertía en dinero mediante pública subasta organizada cada día cerca del ayuntamiento en la plaza adyacente a la obra.
Del mismo modo, cada circunstancia participaba del proyecto, incluso la muerte. Cuando las epidemias de peste asolaban la ciudad, delegados de la Fabbrica se dirigían a los lazaretos para despojar a los difuntos de sus vestiduras, que tras permanecer en un depósito por período de un año como medida preventiva, se revendían en un almacén habilitado para ello, o incluso, si estaban demasiado deterioradas, se les quitaban los botones y los hilos de oro y plata para venderlos por separado en los comercios.
Cada uno contribuía con lo que podía, fuera poco o mucho, a la construcción. Notarios, vendedores de especias, pescadores, orfebres, panaderos, molineros o carniceros prestaban gratuitamente sus brazos para excavar los cimientos. Los ingenieros y trabajadores de la obra entregaban a veces su salario o renunciaban a él a cambio de una indulgencia por sus pecados. Las prostitutas, cuando terminaban de hacer la calle por la noche, depositaban una parte de sus ganancias en el altar. El Vicario del Arzobispo debía estar pendiente de que allí hubiese siempre una luz encendida, de modo que los oferentes pudieran hacer sus donaciones a cualquier hora. La débil luz de la lamparilla permitía al encargado, llamado hebdomadario, distinguir la ofrenda mientras se mantenía en la penumbra el rostro del donante.

A la puerta de los fieles
Y cuando no era el fiel quien se acercaba a la Iglesia, era la Iglesia la que llamaba a la puerta del fiel. Todos querían participar en la construcción de la catedral, uno desbastaba un bloque de mármol, otro daba una moneda, incluso había quienes daban una parte de su cosecha para los obreros. Pero la gente no siempre podía llegar hasta el centro de Milán desde las ciudades o el campo, ausentándose de los talleres o el campo para recorrer a pie caminos que el frío, los bandidos o las frecuentes guerrillas hacían intransitables con frecuencia. Por esta razón, la Fabbrica llegó a perfeccionar con notable éxito un sistema capilar de recogida de ofrendas que llegase a cada rincón del territorio. Cajas y cepillos –troncos vacíos donde se podían depositar las limosnas– se colocaban en todos los puntos neurálgicos y de mayor tráfico: junto a las puertas de las ciudades, en las encrucijadas de las principales calles, en las iglesias, los ayuntamientos. Comitivas de niños vestidos de blanco desfilaban cantando y bailando por las plazas y los cuadrivios pidiendo a los transeúntes donativos para la catedral. Sacerdotes, monjes mendicantes y voluntarios laicos eran enviados en grupos organizados a los pueblos más lejanos. Allí celebraban la misa matinal a la que acudía todo el pueblo y después de una sentida homilía sobre la virtud de la caridad se anunciaba la gran empresa de la construcción. Así pues, el grupo de recolectores llamaba a todas las puertas para pedir a las familias cualquier tipo de donativo.
También los momentos de diversión y el deseo de celebrar fiestas juntos se vivían por y para la catedral. Espectaculares procesiones, llamadas “triunfos”, se organizaban anualmente desde las seis puertas de Milán para llevar hasta el Duomo la propia ofrenda; cada una de las puertas rivalizaba por ser las más fastuosa y se escenificaban dramas sacros o mitológicos sobre carros aprestados por todo el pueblo. Cuando llegaban a la plaza de la Iglesia los cortejos eran recibidos por una gentío capitaneado por duques, damas y caballeros y cada uno recibía un jarro de vino.

La pelliza de Caterina
Así pues, la edificación de la catedral de Milán se debe a un gran número de personas, hombres y mujeres contentos de dar lo que tenían por una obra que sus ojos no iban a contemplar terminada. Hombres y mujeres cuya mayor riqueza era su increíble fe, seguros de saber dónde podía descansar su corazón. Como Caterina de Abbiateguazzone, una viejecita paupérrima que desde hacía tiempo se las ingeniaba para ayudar a los obreros, transportando los materiales de construcción en una espuerta que cargaba sobre sus hombros. En una fría mañana de noviembre de 1378 dio, como ofrenda sobre el altar, su única pelliza ya ajada con la que se protegía del frío. Poco después llegó allí un hombre, Manuele, que reconoció la pelliza, la recogió y la volvió a poner sobre los hombros de la dueña. Cuando el Administrador de la Fabbrica supo del noble gesto de aquella pobre mujer la premió unos pocos meses después pagándole el alquiler de la chabola donde vivía. «Non nobis Domine, sed nomini Tuo da gloriam», como reza el título de mi tesis.

Historia
Seis siglos de trabajo
La idea de edificar una nueva e imponente catedral para la ciudad de Milán se pone en marcha a mediados del S XIV debido al concurso de algunas circunstancias: el hundimiento en 1353 del campanile de la basílica de Santa María La Mayor, que afectó en parte a sus antiguos muros; el enriquecimiento progresivo del pueblo milanés en un tiempo en que los municipios italianos rivalizaban por la construcción de imponentes catedrales y, finalmente, la aparición en el escenario de un poderoso personaje, Gian Galeazzo Visconti. En 1358 Gian Galeazzo se adueña con engaños del Señorío de Milán, gobernado hasta ese momento por su tío Bernabò, y diez años más tarde obtiene la investidura imperial del título de duque. Mediante ataques sin escrúpulos, en pocos años de rápidas conquistas, expande y consolida los territorios del Señorío viscontino, a costa especialmente de los papas y los florentinos atrayendo hacia sí las iras de los municipios italianos (liga antiviscontina) y de las monarquías europeas. La construcción de un monumento imponente como el Duomo, digno mausoleo dinástico para su estirpe, era, pues, la mejor vía para una digna celebración de la fuerza dominante adquirida por el Señorío viscontino consolidado en ducado.
La variedad y el conjunto de tales motivaciones propicia, en 1386, el nacimiento de una empresa, la construcción del Duomo de Milán, que durará seis siglos y que se ha concluido hace tan sólo unos pocos decenios. De hecho, las cinco puertas de bronce de la fachada se pusieron en funcionamiento entre 1906 y 1965. Esta contribución es la última aportación a la edificación de la catedral. Una vez concluida la obra, en la segunda mitad del siglo XX, se inició una restauración metódica con el fin de conservar la iglesia.