Con los brazos abiertos

El encuentro con GS llegó por «puro utilitarismo». Después, la universidad con las preguntas a Giussani, el matrimonio y nueve hijos, uno de los cuales está en el Cielo. Treinta años de dificultades y de alegrías, vividos con la misma tensión e idéntico amor

GIUSEPPE FRANGI

Cuando se abre la puerta de casa Aletti te encuentras ante un mundo completamente abierto. Es el rostro de María, sonriente y gentil, madre de nueve hijos, uno de los cuales está en el Cielo, esposa e hija, ya que también su madre anciana vive con ella en aquella casa. Hemos venido a hablar de educación y de experiencia, pero con María el horizonte se agranda y es difícil atenerse al guión. Todos los temas acaban en el mismo punto. Habla a través de las historias y los episodios que han conformado su existencia. El primero - no en el orden temporal, sino en el orden de la belleza - pertenece a su juventud. Una juventud inquieta, llena de preguntas y también de temores; de ímpetu, pero también de reservas. La segunda vez que se encontró con don Giussani, al comenzar la universidad, se precipitó en el aula asaltada por una duda que le desbordaba. «Don Giuss, pero ¿y si la verdad que he entrevisto fuese sólo un discurso? Porque si es un discurso, yo lo dejo». ¿Y qué te respondió don Giussani? «No tengas prisa, María. No tengas prisa en cerrar las cuestiones o en estrechar los brazos. Ten los brazos abiertos a la vida». Comenta María: «En aquel momento es como si aquel Tú que siempre me había parecido inaprensible, del que como mucho había tomado nota dolorosamente, me hubiera hecho entender que era una sola cosa conmigo».

Momentos duros
María aún no tenía veinte años. Han pasado más de treinta desde aquel día, aunque es como si siguiera sucediendo hoy. Cada minuto parece seguir marcado por aquel instante. Así, su vida, aunque ha estado llena del trabajo y los problemas propios de una madre de tantos hijos, ha ido sobre ruedas. Le pregunto si de verdad ha sido fácil o es que ella disimula bien. «Qué quieres que te diga. Para mí es fácil ser madre. No me pesa. No siento nunca la fatiga de tener que desempeñar un rol que me resulta ajeno». De acuerdo, pero, ¿y cuando las cosas no funcionan? «Hay momentos duros: que se te muera un hijo, como me ha sucedido a mí. O cuando te das cuenta de que un hijo se te desmadra, y echa a perder su vida, como me pasó una vez. Me sentía impotente y rompí a llorar delante de él. ¿Sabes cómo reaccionó? Me preguntó cómo podía hacer penitencia por los errores que había cometido. Luego, la realidad se reserva un avalancha de reclamos y de ocasiones. Él conoció en el colegio a Andrea Mandelli y aquella amistad le cambió la vida».

Kant y Asís
En definitiva, no cerrar nunca los brazos... «Exacto. Piensa que yo me agarré a CL por los pelos. Estudiaba en el Berchet y tenía una compañera de GS, pero yo me limitaba a mirar. Miraba con curiosidad a mi amiga que se obstinaba en hacer preguntas en clase, tomándose todo en serio. Preguntaba, preguntaba siempre. Yo, un poco asombrada, no entendía qué era eso tan apasionante que la empujaba siempre a levantar la mano. Cuando estudiaba con ella, me contaba sus encuentros de GS: tomaba apuntes como loca. Pero no tenía ninguna pretensión para conmigo. Sólo quería comunicarme algo que le importaba». ¿Y tú? «Yo me defendía parapetada tras mis barricadas. La brecha se abrió por casualidad: necesitaba que alguien me ayudase a preparar el examen de filosofía para la selectividad y había un grupo de estudio que llevaba Pigi Bernareggi. Fui por puro utilitarismo. Me presenté bien acorazada, enrocada en mis convicciones sobre Kant. Pero aquellos encuentros desmantelaban mis defensas, palmo a palmo. La última muralla cayó con ocasión de una visita a Asís. Nunca había oído explicar de aquella manera la arquitectura. Por las palabras pasaba otra cosa, otro modo de poseer la realidad. Comprendía que de aquella forma todo comenzaba a hablarme, a hablarme precisamente a mí».

Entre las montañas de Calabria
Resumamos: primero, no cerrar los brazos. Segundo, no pretender dictar los tiempos a la vida. Tercero... «No tener miedo. Es una dimensión de la que he tenido experiencia inmediata. Es más, cuando pienso en mi desparpajo de aquellos primeros años, me maravillo. Recuerdo que en verano íbamos a Calabria con GS: aquella era nuestra Bassa. Nos habían mandado a un pueblecito en las montañas, donde resultaba difícil en aquellos años hasta entenderse con la gente, pues hablaban un dialecto cerradísimo que la tele todavía no había logrado erradicar. Dormíamos en los pajares, entre pulgas y escorpiones, pero no teníamos miedo de nada, porque nada nos era extraño u hostil. Para hacernos entender invitábamos a los niños a imitarnos. Por ejemplo, les enseñábamos a lavarse. Todavía tengo en la cabeza a un chavalito negro como el carbón, con los ojos azules. Nos siguió hasta la fuente y se lavó. Apareció con una cara clara, con aquellos dos ojos maravillosos engastados en ella: era la imagen de la belleza. Ellos nos llamaban los “missionanti”. Por la tarde rezábamos un rosario en la plaza al que acudía muchísima gente, no por devoción, sino porque todos se reconocían en la concreción de aquellos misterios sencillos: nacer, morir, esperar. Recuerdo que en aquellos momentos todo me parecía al mismo tiempo inmenso y familiar».

Pero después, aquellos momentos se acabaron... «Así es. Aquel fue un momento de gracia particular. Después te queda la memoria, solicitada por una avalancha de reclamos. Hay una mano que sigue posada en nuestra espalda. Basta pensar en las palabras de don Giussani este año...».

Pocas reglas
Volvemos a los hijos. ¿Cómo te ha servido todo esto que has vivido en la relación con ellos? «Me ha enseñado que la intencionalidad no sirve. Lo que les impresiona no es lo que haces o que te empeñes mucho en algo. ¡Cuántas veces les he escuchado repetir cosas que yo había dicho casi sin darme cuenta de haberlas pronunciado! Y esto sucede porque ellos observan sobre todo cómo reaccionas ante las cosas. Esto es lo que les impresiona. Por eso, con ellos lo más importante es ser. Más aun, ser y estar bien». ¿Y las reglas no sirven? «Las buenas reglas sirven. En nuestra casa a las 19,30 se cena. Es una cita para todos. Después, durante años hemos leído la historia de la Iglesia, una página cada tarde. Otra cita común son las oraciones que recitamos juntos, a las que añadimos toda una ristra de intenciones. La regla ayuda a que aflore la vida». ¿Y si un hijo no está de acuerdo? «Hay que tener paciencia. A nuestro alrededor hay tal superabundancia de reclamos que, aunque a veces cuesta un poco darse cuenta, no se debe temer... Cada uno tiene su forma y sus tiempos. Una de las cosas que siempre me han sorprendido más como madre ha sido constatar de qué nuevas formas ha ido haciendo mella en mis hijos lo mismo que yo he vivido. Siempre hay un acento inesperado». Me excuso por haberme pasado bastante de las 19,30.¿Regla infringida? María sonríe: «Bueno, incluso en casa Aletti se hacen excepciones...».