Nuestra paz

La carta apostólica Rosarium Virginis Mariae con la que Juan Pablo II ha querido impulsar la antigua oración mariana, dirigida de manera especial a la familia, añade cinco nuevos misterios llamados `de la Luz´

ANDREA TORNIELLI

«En su sencillez y profundidad, el Rosario sigue siendo todavía en este tercer Milenio recién comenzado una oración de gran significado, destinada a dar frutos de santidad. Éste se encuadra en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de su frescura original, y se siente impulsado por el Espíritu de Dios a “adentrarse en el mar” hasta pregonar al mundo que Cristo es Señor y Salvador, es “el camino, la verdad y la vida”». Con estas palabras, contenidas en la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, Juan Pablo II ha querido impulsar la antigua oración mariana, proponiéndola al pueblo cristiano, de manera especial a las familias, como camino para contemplar el rostro de Cristo, para recuperar la unidad de la familia, para pedir la paz en el mundo descompuesto por el terrorismo y las guerras. «Para dar mayor actualidad al impulso del Rosario - escribe Wojtyla - se suman algunas circunstancias históricas. La primera de ellas, la urgencia de implorar a Dios el don de la paz. (...) Al comienzo de un Milenio que ha empezado con la espeluznante escena del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que cada día registra en muchas partes del mundo nuevas situaciones de sangre y de violencia, redescubrir el Rosario significa sumergirse en la contemplación del misterio de Aquél que “es nuestra paz”(...) Por tanto, no se puede rezar el Rosario sin sentirnos implicados en un compromiso concreto de servicio a la paz, con especial atención a la tierra de Jesús, muy probada y tan querida para el corazón cristiano. Idéntica urgencia de compromiso y de oración - continúa el Papa - emerge de otro aspecto crítico de nuestro tiempo, el de la familia, célula de la sociedad, cada vez más asediada por fuerzas disgregantes a nivel ideológico y práctico».

Al firmar la carta la mañana del 16 de octubre, vigésimo cuarto aniversario de su elección, el Papa proclamó «Año del Rosario» el que va de octubre de 2002 a octubre de 2003, y estableció un significativo «anexo» de cinco nuevos misterios, llamados «de la Luz», dedicados a los correspondientes episodios de la vida pública de Jesús. Juan Pablo II cuenta la importancia que el Rosario ha tenido en su vida: «A él le confié muchas preocupaciones, en él he encontrado simpre consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, apenas dos semanas después de mi elección para la Sede de Pedro, destapando mi alma me expresé de este modo: “El Rosario es mi oración predilecta. ¡Oración maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad”...». El Papa desbarata en pocas palabras las objeciones de determinada intelectualidad pos-conciliar, contraria a cualquier forma de devoción de la piedad popular, pero también invita a superar cualquier mecanicismo en su rezo. «El contemplar de María -escribe - es sobre todo un recordar. Sin embargo, es necisario entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es la narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su cumplimiento en Cristo mismo. Estos hechos no son sólo un “ayer”, son también el “hoy” de la salvación». Por ello, Juan Pablo II propone añadir cinco nuevos misterios para rezar el jueves. Son el Bautismo de Jesús, las Bodas de Caná, el anuncio del Reino de Dios con la invitación a la conversión, la Transfiguración y por último la institución de la Eucaristía. El Papa sugiere que la enunciación de cada misterio del Rosario se siga de una breve lectura bíblica dedicada al hecho y que se fije la mirada sobre imágenes evocativas del propio misterio. «Enunciar el misterio - escribe en la carta - y quizás tener la posibilidad de contemplar una imagen que lo represente, es como abrir un escenario en el que concentrar la atención... Por lo demás, es una metodología que corresponde a la lógica misma de la Encarnación: Dios ha querido asumir, en Jesús, rasgos humanos. Y nosotros, a través de su realidad corporal, somos conducidos a tomar contacto con su misterio divino».