editorial

Cita con la nada. O con el Ser


Existe una nueva moda que corre por el mundo, desde Nueva York a París, desde Roma hasta Oslo. Se llama Flash mob, literalmente “movimiento instantáneo”. Podríamos llamarlo también “cita con la nada”: alguien anónimo lanza una convocatoria por Internet para darse cita a una hora determinada, en un lugar determinado, sin motivo alguno, a lo mejor para dar un aplauso o pegar un grito. Unos minutos de aglomeración sin más, la muchedumbre casual y desconocida se dispersa al cabo de unos instantes. Y vuelta otra vez al anonimato de la red, a la espera de la próxima cita. Los participantes se declaran satisfechos de esta “pertenencia débil”. Probablemente la palabra “débil” encubre el deseo de que una pertenencia de alguna forma anhelada, tenga algo que ver con la libertad más que con una constricción o un proyecto. Toda moda, incluso la más estrambótica, nace de un deseo que se pervierte o se acomoda en mera diversión, en separarse de la propia auténtica satisfacción.
La vida, la vida entera, espera una cita. Una existencia pobre de encuentros no le interesa a nadie. Pero si falta la cita con el significado de la vida, el llenar la jornada de compromisos no produce más que aturdimiento o aburrimiento.
El cristianismo en el fondo es justamente la cita con el significado. El acontecimiento cristiano fue la cita más inesperada y definitiva de Dios con el hombre. Ya no había que buscarle como a tientas, en los signos del fuego, del cielo o de las profecías, sino en una presencia humana, un hombre que come y bebe, que se conmueve y busca la amistad con los hombres. Dios da su cita en el lugar más cercano y accesible, que es una compañía cotidiana. Así suscitó el escándalo de quienes querían mantener a Dios en la distancia de su imaginación o interpretación.
«Un día, entró en casa el Extranjero», escribe el poeta Piero Bigongiari. Desde que el Extranjero (o como Eliot llamaba a Su cuerpo, la Iglesia: la Extranjera) ha entrado en la historia se abrió para el hombre la posibilidad de pertenecer al significado del mundo. Es una experiencia única, la de una pertenencia que es plena libertad. No sólo libertad de toda pertenencia distinta que pretende atar al hombre a unos aspectos particulares (políticos, tribales, instintivos o sociales), sino, sobre todo, libertad como descubrimiento continuo del valor infinito del yo.
En la pertenencia católica la persona descubre la libertad y el valor absoluto de su yo, aun dentro de los límites que le caracterizan, y conoce en su vida cotidiana lo que es la exaltación del Ser, pues «la Gloria de Dios es el hombre que vive».