Proponer adecuadamente el pasado
Conocer la tradición para preparar
el futuro
El profesor Nikolaus Lobkowicz interviene sobre el primer factor de
Educar es un riesgo: «Conocer el pasado es una ayuda para comprender
y afrontar racionalmente el presente»
a cargo de Sebastián Hügel y Alberto Savorana
¿Qué valor tiene el pasado en el recorrido educativo
que escuela y universidad deben realizar?
La educación no consiste solamente en la “socialización”,
aunque la implica en cuanto integración en la cultura en la que
se ha nacido y se vive. Si esta socialización fuese simplemente
un amoldarse al presente, sería ciega, se quedaría en algo
totalmente superficial. En la actualidad, en un mundo dónde todo
se vive de prisa y corriendo, esto vale todavía más. Vivimos
en una sociedad pluralista. Como consecuencia, los jóvenes son
bombardeados por principios, ideales y convicciones que no solo no se
ponen de acuerdo entre ellos, sino que muchas veces se contradicen. Alasdair
MacIntyre describía este fenómeno en su libro Tras la virtud.
Conocer el pasado es una ayuda irrenunciable para la reflexión,
y por tanto para afrontar racionalmente el presente. Si se profundiza
en el pasado, se empieza a comprender y enseguida también a distinguir.
Poco a poco se descubren criterios sobre cuya base se puede juzgar el
presente y de esta forma se discerne cuál es el modo más
razonable de actuar.
En una época en la que los adultos parecen vivir el presente inmediato
sin memoria alguna, ¿de dónde hay que partir para comunicar
a los jóvenes una tradición?
Creo que lo que usted dice de los adultos no es del todo exacto: nunca
como ahora he observado un interés tan fuerte por la historia.
El problema estriba en que el conocimiento del pasado, inevitablemente,
es selectivo (para evitarlo deberíamos vivir de nuevo todo el pasado),
y es necesario individuar los criterios de elección “justos”.
Con esta finalidad es necesario tener una especie de “perspectiva” que
no sea abstracta, sino “existencial”, una perspectiva que
me permita (re)conocer lo que realmente tiene que ver conmigo. Por eso
no se trata de transmitir una tradición cualquiera, sino de buscar
aquella “that makes most sense”, es decir, que permite comprender
la historia tal como ella es, es decir, mirarla desde el punto de vista
de la historia misma. Para conseguirlo es necesario “comprender
al hombre” que, a pesar de todos los cambios culturales, es siempre
el mismo porque se caracteriza por lo que llamamos “ser”.
Creo que el mejor camino para transmitir a los jóvenes una tradición
es despertar en ellos la necesidad de comprender, la necesidad de comprenderse
a sí mismos en el presente. Y también recordar que todos
nosotros anhelamos una “morada”. Se acepta y se profundiza
una tradición sólo si se tiene una “patria espiritual”.
En el mundo llamado “globalizado” y sin puntos de referencia, ¿qué significa
que un chaval debe ser ayudado a conocer y a verificar la tradición
en la que ha nacido?
Creo que todos estos discursos sobre la globalización son palabrería
inútil. Prescindiendo del campo económico, estamos muy lejos
de vivir en un “mundo globalizado”. Lo que sucede en la actualidad
es que nosotros sabemos muchas más cosas y muchos más detalles
de culturas distintas de la nuestra que nuestros padres y abuelos. Aunque
pueda parecer algo superficial, el turismo, el viajar frecuentemente ha
ofrecido una contribución fundamental en este aspecto. No hemos
llegado todavía al punto en que, por ejemplo, se enseñe
historia europea en los colegios. La enseñanza de la historia se
transmite todavía desde el punto de vista de los distintos países:
historia alemana, francesa, española, es una herencia del infeliz
fenómeno del nacionalismo, al que considero el pecado del siglo
XIX. Sólo conozco un libro, una obra imponente, que trata de presentar
de forma unitaria la historia europea, desde Gibraltar hasta Moscú,
desde Islandia hasta Malta, desde sus albores hasta la reunificación
de Alemania: se trata de un volumen publicado en Oxford en 1996: Europe.
A History, del historiador inglés Norman Davies que, por cierto,
es católico.
Por lo que respecta a su pregunta, un chico crece católico, protestante,
judío o incluso ateo no solo en un determinado país, sino
también en una determinada región y en una cierta ciudad.
Para la socialización cultural se debe tener un punto de partida;
aunque esta cultura concreta sea abandonada, siempre permanecerá una
cierta gratitud por haberla conocido y comprobado. El punto de partida
quedará siempre como la “patria de origen”, aunque
se pueda a continuación abandonarla o llegar incluso a odiarla.
Pero no se debería ni siquiera odiarla: por muy errada o descarriada
que pueda ser, forma parte de nosotros mismos. Pienso con gusto en Edith
Stein que, incluso como carmelita, no dejó de ser judía
y que cada mañana, cuando llegaba a la capilla y veía la
imagen de Jesús y de la Virgen en el altar, pensaba con alegría
que ambos eran “de su misma sangre”. Sin una percepción
de nuestros orígenes el futuro no puede ser positivo...
En su libro Educar es un riesgo don Giussani escribe que es necesario
proponer “adecuadamente” el pasado. En su opinión, ¿cuáles
son las condiciones que un educador –ya sea padre o profesor– debe
respetar para ser “adecuado” en proponerlo a los jóvenes?
A mi modo de ver el único camino consiste en vivir lo que resulta
prometedor de este pasado, o bien vivirlo de tal modo que constituya una
alegría para los jóvenes formar parte de él. Nuestra
cultura, que desde los tiempos de los griegos se fundamenta esencialmente
en la expresión oral y escrita, ha ignorado el hecho de que las
tradiciones no se perpetúan con la enseñanza y el aprendizaje,
sino a través de los ejemplos. Naturalmente esto no excluye, sino
que comprende, el hecho de que padre, madre o educador den cuentas con
discreción, a aquellos que se las pidan, de la esperanza que hay
en ellos, como dice la primera carta de Pedro (1P 3, 15). Esto puede significar
también que si fallamos con respecto a nuestra tradiciones u convicciones,
podamos admitirlo abiertamente en vez de abrazar, como sucede a menudo
hoy en día, nuevas opiniones. Una de las tragedias de nuestra cultura
política consiste en que los políticos no están nunca
dispuestos a admitir abiertamente que se han equivocado en algo, un gesto
que conquistaría para ellos el corazón de los jóvenes
que, en cambio, vuelven horrorizados las espaldas a la política,
con excepción de los que serán un día, como ellos,
embusteros.
En el prefacio a Educar es un riesgo usted habla de un cristianismo “empalidecido”,
que «se mueve sobre vías que son muy ricas en “tradiciones”,
pero que son al mismo tiempo “tradicionales”, y por ello percibidas
de algún modo como restrictivas». Si tuviese que indicar
sintéticamente los elementos que definen nuestra tradición
que tuvo su origen hace dos mil años, ¿cuáles subrayaría?
Esta tradición es tan vasta y de una riqueza tal que es difícil
subrayarla con una o dos frases sin correr el riesgo de tergiversarla
o limitarla. Además se trata de algo más que una simple
tradición; es el camino que Dios ha elegido para permitirnos incorporarnos
a Él. Los dos elementos en absoluto más importantes de esa
tradición son el hacerse hombre del Logos y la presencia de Jesucristo
y del espíritu de Dios que se perpetúa en su Iglesia. Existe
un aspecto de la Iglesia que se comprende muy raramente, pero que tiene
una especial importancia: con frecuencia se considera a la Iglesia como
una obra ciertamente importante, pero exclusivamente humana. Es cierto
que gran parte de las tradiciones de la Iglesia son cultura, y por tanto
son creadas por el hombre, pero se trata simplemente de dimensiones ulteriores
de una “disposición divina (por su naturaleza)”. Desde
luego lo que Dios obra en la historia va más allá de la
Iglesia visible, pero evidentemente Dios ha decidido obrar en la historia
a través de su Iglesia.
Habiéndose perdido gran parte de la tradición, la intermediación
de la fe parece que tiene que apoyarse hoy sobre los aspectos elementales
del cristianismo. El Santo Padre lo ha subrayado recientemente (cfr. carta
de Juan Pablo II a don Giussani de abril de 2004: «Precisamente
aquí reside la original intuición pedagógica de vuestro
movimiento, es decir, volver a proponer de modo atractivo y en sintonía
con la cultura contemporánea el acontecimiento cristiano, percibido
como fuente de nuevos valores, capaces de orientar toda la existencia»). ¿Qué se
deriva de aquí en relación con la tradición? ¿Qué tarea
cultural tiene ante sí el pueblo cristiano en el momento actual?
Considero que hoy en día el anuncio debe apoyarse sobre aspectos
del cristianismo todavía más elementales que lo elemental.
En la actualidad nuestra situación con respecto al anuncio me parece
mucho más difícil que la del Apóstol de los gentiles.
Pablo predicó en una cultura para la cual era natural ser “religioso”.
Por esto se apoyó en las tradiciones judía y pagana que
ya conocía o que aprendió a conocer. Piénsese, por
ejemplo, en cómo, apenas escuchada la llamada del macedonio que
se le había aparecido en un sueño, comienza a utilizar en
la carta a los Filipenses (Flp 4,8) conceptos que no provienen de la tradición
judía, sino de la lengua de los griegos cultos: “noble, virtuoso,
digno de alabanza”. Por el contrario nosotros tenemos que enfrentarnos
con una cultura que ha perdido en general el sentido de lo religioso,
que piensa y vive solo en la inmanencia. Nos vemos por eso obligados a
despertar de nuevo el sentido religioso. En su libro El Sentido Religioso
don Giussani ha mostrado de forma maravillosa cómo se puede actuar.
En él se muestra la posibilidad de anunciar la Buena Noticia de
forma que pueda responder a las preocupaciones y a las esperanzas, diría
incluso a los deseos más profundos, de los hombres de hoy. Todo
esto exige una gran apertura con relación a lo que en última
instancia pone al hombre en movimiento, aunque a primera vista pueda parecer
que no tiene nada que ver. En vez de irritarse y de renegar contra todo
esto, contra todo aquello que va mal en el mundo de hoy, como por desgracia
hacen gustosos los cristianos conservadores, hay que mostrarles cuáles
son los caminos que despiertan la esperanza, que dan valor, que conducen
a la paz interior. Si no estamos convencidos de que nuestra fe y las tradiciones
que ha creado son la respuesta que anhelan los hombres, no conseguiremos
que nadie nos escuche. Si bien es correcta la regla pedagógica,
a menudo aplicada hoy, de que hay que ir a buscar a los hombres allí donde
se encuentran, se olvida sin embargo demasiado a menudo el hecho de que
hay que llevarlos después hacia una meta. «La inculturación
del cristianismo», sobre la que Juan Pablo II ha vuelto repetidamente
desde la encíclica Slavorum Apostoli, significa también
enlazar con todo lo que en una cultura es «noble, virtuoso, digno
de alabanza», y no existe cultura tan corrompida que carezca de
estos conceptos.
Hace poco tiempo don Giussani recomendaba, tomando como punto de partida
la experiencia personal de la salvación en Cristo, estudiar la
historia de la humanidad para poder agradecer mejor a Dios por la bondad
del propio encuentro con Cristo. ¿En qué sentido su relación
con la historia ha reforzado su gratitud por ser cristiano?
En primer lugar debo decir que su pregunta me hace avergonzarme porque
pienso con demasiada poca frecuencia que debería estar agradecido
por ser cristiano. Quizá esto se deba a que he crecido en una familia
y en una atmósfera en la que se daba por descontado ser “un
valiente católico en un ambiente anticatólico”, o
por lo menos así he vivido mi juventud en Bohemia. Además,
no resulta sencillo responder a su pregunta desde el punto de vista metodológico.
Ciertamente, si se reflexiona sobre la historia como cristiano, se debe
observar la historia de la humanidad bajo una determinada luz para tener
la posibilidad de ver cómo Dios ha conducido a los judíos
hasta la encarnación y, después de haber venido como hombre,
ha guiado después a la Iglesia paso a paso. Hegel fue sin duda
demasiado simplista cuando afirmó que la historia del mundo auténtica
y empíricamente comprensible estaba contenida en el juicio universal;
al final esto le habría obligado a interpretar el Holocausto como
un paso dialécticamente necesario en la profundización de
la comprensión de los derechos humanos (aunque en la Iglesia hoy
se habla de derechos humanos de forma distinta a como se hablaba tras
la Primera Guerra mundial). T.G. Masaryk, el primer presidente checoslovaco,
formulaba este concepto de forma aun más incisiva: «Pravda
vítìzí», “la verdad vence”. Agustín
lo vio de forma todavía más precisa: en el primer plano,
en la escena, está la verdadera historia del mundo pero, al mismo
tiempo, en el fondo, se desarrolla otra historia, la de la gracia, en
la que las aparentes victorias en la escena del primer plano son derrotas,
y las derrotas son, o podrían ser, victorias. La derrota terrena
de Cristo es “la victoria de Dios en la historia”. Quizá puedo
responder así a su pregunta: reflexionando sobre la historia, mi
fe cristiana me ha dado una perspectiva que ha encontrado siempre confirmación
en el análisis de los textos históricos. A este respecto
me ha dado una forma de ver que, en mi opinión, me hace inmune
a las ideologías.
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