IGLESIA
Padre,
pastor y amigo de África
A los veintiséis años
parte hacia África central, desde donde comenzará su obra misionera.
El 18 de septiembre de 1864 presenta al Concilio Vaticano I su Plan para la regeneración
de África, en un momento en el que el Continente Negro era el centro de
luchas internas y de luchas colonizadoras. Solía repetir: «Sólo
en la realidad de la Iglesia puede encontrar África su verdadera dignidad
y libertad»
Fidel González
«Daniel Comboni se demostró como un verdadero precursor y profeta
de lo que África debería ser y está siendo», ha escrito
el cardenal nigeriano Francis Arinze, postulador de la Causa de Canonización
de don Comboni. «Daniel Comboni fue padre, pastor y amigo de África»,
escribía uno de los misioneros presentes en la muerte del misionero, sucedida
en Jartum el 10 de octubre de 1881. Todo esto fue ciertamente Daniel Comboni.
Pero fue sobre todo un signo tangible para todos de la presencia de Cristo, de
su solicitud amorosa por los africanos, entonces discriminados y considerados
los últimos de la tierra.
La vida misionera de Comboni en favor de los pueblos africanos coincide con uno
de los periodos más discutidos del África moderna. En el siglo
XIX se dan cita en África pasiones y contradicciones de todo tipo: exploraciones,
luchas entre las potencias por su dominio, enfrentamiento con el mundo musulmán,
tráfico de esclavos, guerras tribales. En este escenario es necesario
situar el movimiento misionero del siglo XIX en la Iglesia católica, del
que Comboni es uno de los padres. La pasión misionera de Daniel Comboni
por los pueblos africanos se sintetiza en sus lemas, mil veces repetidos: «Salvar
a África por medio de África»; «O África o muerte»,
parafraseando el lema de Garibaldi, como él mismo comenta en una carta
al cardenal Lavigerie, otro apóstol de África; y en su firma: «Daniel
Comboni, esclavo de los negros».
Nacido en Limone sul Garda (Brescia) el 15 de marzo de 1831, se traslada a Verona,
ciudad a la que está íntimamente ligado. Comboni permanecerá ligado
durante toda su vida al mundo cultural y eclesial austriaco. Sus intensas amistades
no se limitan a Italia; se extienden, desde 1857 en que parte para África,
y desde 1862, cuando se consagra al trabajo de rescate de esclavos en las costas
orientales de África y a la lucha contra la esclavitud, también
al resto de Europa: desde Francia hasta Inglaterra, desde Bélgica y Alemania
a todos los países del centro de Europa. Comboni ha sido de hecho una
especie de punto de unión del movimiento misionero europeo y de muchos
de los que empezaban a mirar con ojos cristianos la realidad de los pueblos africanos.
Apóstol de África
Comboni fue hijo espiritual de uno de los exponentes del movimiento misionero
de entonces, don Nicola Mazza de Verona. En el encuentro y en el seguimiento
del padre Mazza, y en el contacto con el drama de la esclavitud de los africanos
(se hizo amigo de un esclavo sudanés comprado en un mercado de esclavos
en Egipto, llevado a Verona y educado por el padre Mazza) se abrió a la
vocación misionera. El 6 de enero de 1849, a los 18 años, juró delante
del padre Mazza que «consagraba su vida a Cristo a favor de los pueblos
africanos hasta el martirio». A la luz de aquel encuentro y de aquel juramento,
que recordará siempre con abundancia de detalles, hay que leer toda su
vida. En 1854 fue ordenado sacerdote en Trento por el arzobispo Beato Giovanni
Nepomuceno Tschiderer. Estuvo entre los pioneros de la misión de África
central, partiendo en 1857, con veintiséis años, hacia el Continente
Negro, llegando a su destino en el sur de Sudán seis meses después,
en medio de obstáculos indescriptibles, terribles fatigas, enfermedades
y muerte de algunos de sus compañeros. Había partido con otros
cinco compañeros, y cuatro de ellos cayeron casi enseguida sobre el terreno.
Abrió el camino misionero a sacerdotes diocesanos y a laicos, consagrados
o casados. Quiso que las mujeres, ya fueran consagradas (las llamaba «vírgenes
de la caridad») o casadas, fueran misioneras. Fue el primero en llevar
a estas mujeres a África. Ya en 1867 llevó como misioneros a África
a quince jóvenes africanos (hombres y mujeres), muchos de ellos antiguos
esclavos o esclavos rescatados, que se habían hecho cristianos y que habían
sido formados por él mismo.
Las raíces de una vocación misionera
Del padre Mazza Comboni aprendió «a tener los ojos fijos en Jesucristo».
Como escribía en uno de los momentos cruciales de su vida, «juzgar
las cosas y el mundo africano, no con la sabiduría que proviene del mundo,
sino a la pura luz de la Fe»; ver aquel mundo «no a través
de la filantropía o los intereses de los exploradores, políticos
y economistas», sino a través del Misterio de Jesucristo en la Cruz,
como escribió en la introducción del su Plan para la regeneración
de África (1864).
Nombrado obispo de África central, dijo a sus pocos fieles al volver a África: «Entre
vosotros dejé mi corazón (...) y hoy finalmente vuelvo a adquirirlo
volviendo entre vosotros. Retorno entre vosotros para no dejar jamás de
ser vuestro (...) El día, la noche, el sol y la lluvia me encontrarán
siempre dispuesto a atender vuestras necesidades espirituales: el rico y el pobre,
el sano y el enfermo, el joven y el viejo, el amo y el siervo tendrán
siempre igual acceso a mi corazón. Vuestro bien será el mío,
y vuestras penas serán también las mías. Yo hago causa común
con cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi vida será el
día en que pueda dar la vida por vosotros». En efecto, lo único
que le importaba, como escribía desde Jartum un mes antes de morir, «es
que se convierta la Nigricia [la unión de los pueblos de color]; (...)
esta ha sido la única y verdadera pasión de toda mi vida, y lo
será hasta la muerte, y no me avergüenzo por ello [en decirlo]».
Tenía la conciencia clara de que un misionero debía ser el abrazo
tangible de Cristo para los pueblos de África.
El Plan misionero de Comboni
Á
frica estaba entonces viendo recorrer sus tierras por exploradores, negociantes
y agentes comerciales. El renacimiento misionero del siglo XIX discurrió por
estas mismas rutas. Gracias al movimiento misionero pudo ser erigida la misión
de África central. Al comienzo la misión fue un fracaso, y murieron
casi un centenar de los primeros misioneros. Aquella misión fue una «necrología
continua», como alguien escribió entonces. Muchos creían
además que «la hora de la evangelización de África» no
había llegado todavía. «Pero no pensaba así Comboni»,
escribió sobre él el cardenal Arinze.
En este contexto se inserta un acontecimiento de gracia extraordinario en su
vida. Era el 15 de septiembre de 1864. Mientras rezaba sobre la tumba de San
Pedro en el Vaticano cayó sobre él la gracia divina, «como
un rayo», escribió al poco tiempo recordando aquel momento. Nació así su «Plan
misionero» para la regeneración de África con la gracia de
Cristo. Lo presentó tres días después, el 18 de septiembre
de 1864, en la Santa Sede. Pío IX le dijo entonces: «Trabaja como
un buen soldado de Cristo». Obedeció hasta la muerte. Para él
la misión fue una obediencia y una pasión por la Iglesia. Por este
motivo realizó numerosos viajes por casi todos los países europeos;
se convirtió en el punto de unión entre los distintos grupos del
movimiento misionero en Europa. Fundó obras e institutos misioneros. Utilizó todos
los medios a su alcance para comunicar esta pasión misionera. A lo largo
de su vida escribió para más de 150 periódicos y revistas
europeas a favor de la misión africana. Conoció a personajes de
todo tipo sin discriminar nunca a nadie. Su único interés era que
Cristo fuese conocido y África se regenerara en Él. Luchador indómito
contra el tráfico de esclavos, lamentó la política de explotación
colonial y la ambigüedad de algunas actitudes de políticos y eclesiásticos
de entonces en relación con las misiones. Carestías y pestes, una
guerra fundamentalista islámica, oposición por parte de algunos
ambientes, incluso religiosos, europeos, hostilidad por parte de políticos
e incomprensiones por parte de antiguos amigos oscurecieron fuertemente los últimos
años de su vida. Fueron éstos unos años de sufrimiento indecible, «crucificado
con Cristo por África», dirá a menudo. «Siento en el
corazón el peso de la Cruz...», escribió ocho días
antes de morir. El Señor le había purificado espiritualmente a
través del misterio de la Cruz. Siguiendo el modelo de los santos, la
acogió cada vez más convencido de que era una garantía de
fecundidad eclesial. «La Cruz tiene la fuerza de transformar África
en tierra de bendición y de salud... Ya no me importa nada. Sólo
deseo ser elevado en ofrenda al Padre por mis hermanos. Lo único que quiero
es la conversión de la Nigricia», escribía poco antes de
morir. Jamás se había cansado de decir a todos que «sólo
en la realidad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, puede encontrar África
su verdadera dignidad y libertad». Él vio para los africanos un único
camino posible para alcanzar su plena dignidad: la fe de Cristo, como había
ya escrito a los obispos del Vaticano I. Poco antes de morir, hizo renovar a
sus misioneros el juramento de fidelidad a la propia vocación hasta la
muerte. Algunos de sus misioneros y hermanas murieron enseguida, en plena juventud
y otros fueron hechos esclavos por los fundamentalistas islámicos durante
la llamada dominación mahdista de Sudán (1882-1899). Algunos de
ellos morirían durante el cautiverio. La noche del 10 de octubre de 1881
llegó para él el encuentro con el Señor, en el corazón
de aquella África a la que había amado con tanta pasión. «Todos
los africanos lloran a su obispo - Mutran es Sudan - y lo llaman con los nombres
de padre, pastor y amigo...», escribió un misionero comboniano canadiense
que se encontraba junto a él en el momento de su muerte.
El origen de su consagración
En la liturgia del día de su beatificación en San Pedro, el 17
de marzo de 1996, encontramos escrito: «Daniel Comboni: un hijo de pobres
jardineros y campesinos que llegó a ser el primer obispo católico
de África central y uno de los mayores misioneros de la historia de la
Iglesia... En efecto, cuando el Señor decide intervenir y encuentra a
una persona generosa y disponible, se ven cosas nuevas y grandes...».
¿
Cómo se explica una vida tan llena y fecunda? Por la gracia de Cristo
acogida plenamente por su libertad. Cristo llegó a Comboni a través
de una serie ininterrumpida de encuentros y de circunstancias que plasmaron su
vida. Comboni fue uno de los padres del movimiento misionero del siglo XIX. Pero
primero supo ser un hijo fiel de muchos hombres y mujeres más santos en
la Iglesia de su tiempo. Mantuvo amistad y contactos con casi una veintena de
santos hoy canonizados, de los cuales deseaba «aprender a Cristo continuamente».
Entre ellos recordamos al beato Pío IX, a san Juan Bosco y san Arnold
Janssen, fundador del Instituto misionero de los Verbitas, al beato Luis de Caloria
y a muchos otros.
Comboni escribió en las Reglas para sus misioneros (1871) que solo un
misionero que tenga «los ojos fijos continuamente en Cristo» puede
formar parte de los fundamentos de una obra misionera que es para la gloria de
Dios. El mensaje de Comboni puede sintetizarse en su convicción efectiva
de que sólo por el abrazo de Cristo puede renacer el hombre, cualquier
hombre, aún en las situaciones más degradantes y desesperadas,
maltratado por la historia y por los hombres. Esta es la razón de que
Comboni hable continuamente de la necesidad incesante de «mirar a Cristo».
En cuanto Pío IX le encomienda la misión de África central
(1872), consagra el continente al Corazón de Cristo, precisamente en el
lugar de la mayor degradación: el emporio de la esclavitud que era la
ciudad de El Obeid (Sudán). Aquí funda una misión y construye
una iglesia dedicada a la Virgen, Reina de África. Poco después,
en ese mismo lugar, confía África a María. Quiere de esta
manera que el lugar de la degradación y del pecado se convierta en el
punto de partida de una verdadera liberación y promoción de la
persona, mostrando así la consistencia de toda acción misionera:
Cristo que se nos dona a través de María. Un gran mosaico cubre
el ábside de la actual catedral de El Obeid: la Virgen ofrece a su Hijo
a África y a sus pies están, de rodillas, Daniel Comboni, la antigua
esclava rescatada de aquellas tierras y santa Josefina Bakhita, que juntos interceden
por África. En este mismo lugar morirán como mártires de
la fe, dos años después de su muerte, los primeros discípulos
de Comboni.
«
Para Daniel Comboni - comenta el cardenal africano Francis Arinze, postulador
de su Causa de Canonización -, consumado por el deseo de compartir la
buena noticia de Jesucristo con todos los africanos, la evangelización
del continente africano es un asunto de toda la Iglesia [...]. En tiempos de
Comboni muchos pensaban en África como objeto de exploración, de
ocupación, de reparto o de dominio. Otros soñaban con un continente
al que ayudar, civilizar o educar. Pero África era siempre vista por todos
ellos como objeto, no como un sujeto. Pero no pensaba así Comboni». Él
quería una África en donde resplandeciese en plenitud el rostro
de Cristo. Así se expresaba su sucesor directo en Sudán, el arzobispo
de Jartum Gabriel Zubeir: «Nosotros, cristianos africanos, somos los hijos
y las hijas de Daniel Comboni. Sin él hoy no habría obispos, sacerdotes,
diáconos, hermanos, hermanas, cristianos [...]. Pero su empuje misionero
no nacía de un proyecto simplemente exterior; fue fruto de su obediencia
eclesial a la Gracia del Espíritu Santo».
Esta es la razón de que, en el momento de la prueba suprema, pudiera decir
a sus misioneros: «Yo muero, pero esta obra [la misión africana]
no morirá [...]. Las obras de Dios nacen a los pies de la cruz».