El lugar de la esperanza

¿Cómo conmemorar el día más oscuro de la historia de Estados Unidos? Mientras la mayoría se limitó a recordar a las víctimas, la comunidad de CL de Nueva York organizó un acto diferente, protagonizado por la esperanza de la que hablaron muchos testimonios

MARCO BARDAZZI

¿Cómo se puede decir «Mujer, ¡no llores¡» a Jean Palombo, que vio por última vez a su marido la mañana del 11 de septiembre de 2001 - «Hasta luego, nos vemos esta noche...» - y quedó viuda con diez hijos por criar? ¿Cómo extender la misma exhortación afectuosa a miles de madres, esposas, hermanas, hijas que el pasado 11 de septiembre atestaron la Zona Cero? En un día de sol y viento que levantaba polvo de muerte acudieron a llorar a este cementerio en medio de los rascacielos de las finanzas mundiales.

Cruz de acero
Es precisa una esperanza que sea una «certeza sobre el futuro basada en Cristo presente ahora». Los manifiestos y panfletos que CL difundió en Nueva York los días previos al aniversario del ataque a EEUU así lo recalcaban. La comunidad neoyorquina ofreció a la ciudad marcada por el terrorismo una tarde de cantos, lecturas y testimonios (entre ellos el de Jean Palombo) en la iglesia de St. Peter, a pocos metros de la Zona Cero. Otro acontecimiento con la Cruz como emblema, como lo fue el pasado marzo el Vía Crucis que llevó a 3.000 personas de Brooklyn hasta la misma iglesia ahora huérfana de las vecinas Torres Gemelas. En esta ocasión la Cruz no era una pequeña de madera llevada en procesión sobre el puente de Brooklyn, sino el gigantesco cruce de dos vigas de acero que desde el pasado octubre preside las obras de la Zona Cero y representa el punto de fuga en medio de un panorama de devastación a lo largo de seis hectáreas y media. La cruz de acero que en otro tiempo fuera parte de la estructura del World Trade Center y que ahora se levanta en Church Street, a dos pasos de St. Peter, se escogió como imagen para presentar el memorial organizado por CL el domingo 8 de septiembre anterior al aniversario. Y uno de los testigos que tomó la palabra fue el hombre que la descubrió, Frank Silecchia, un albañil que trabajó durante 10 meses entre las ruinas de las Torres.

Unas 1.000 personas ocuparon los bancos de St. Peter, entre ellas muchos turistas “atrapados” durante hora y media en la triste peregrinación entre los puestos que inundan la Zona Cero, transformada en una especie de “Foros Imperiales” en versión neoyorquina, con recorrido guiado entre las ruinas dejadas por bárbaros del siglo XXI. Todos recibieron un cuaderno de 40 páginas que empezaba con las palabras que don Giussani pronunció el 24 de agosto de 2001, 18 días antes de que el mundo se convirtiera en algo diferente a lo que era. Giussani se preguntaba qué podía dar al hombre seguridad en «un tiempo de confusión, a veces violenta, en todo el mundo», en una realidad donde «la violencia parece corromper las relaciones y los actos» y respondía poniendo en primer plano «la inexorable positividad de lo real», que permite «estar tranquilos incluso durante la tempestad».

La misma paz tranquilizadora que experimentó Frank Silecchia el 13 de septiembre de 2001, cuando se aventuraba con algunos bomberos en el interior de las ruinas del World Trade Center. Esperaban encontrar todavía supervivientes, pero después de unas horas de trabajo habían identificado solamente tres cadáveres, que sacaron con esfuerzo a la superficie en grandes bolsas de plástico. Frank estaba al límite y deshecho ante tanta destrucción: «No sé cómo es el infierno; yo me lo imagino como un sitio como ese», explicó una de las primeras veces que estuvo con personas del movimiento de Nueva York. Buscando un espacio en el que tomar aliento, Silecchia se adentró en un gigantesco hall del que había sido el edificio 6 del World Trade Center y allí, en un silencio absoluto, iluminando con su linterna descubrió la cruz, plantada en vertical en medio de los escombros. «Detrás había otras dos cruces de acero más pequeñas. Pensé en el Calvario y lloré, lloré un buen rato». Sobre las paredes retorcidas de aquel hall, Frank escribió con el spray de pintura “Casa de Dios” y el lugar se convirtió en meta de peregrinación para obreros y bomberos cansados del trabajo en la Zona Cero. Hasta que, a principios de octubre, la cruz fue recuperada y se instaló sobre un pedestal, como punto de encuentro para las celebraciones de cualquier confesión. «Esta cruz es un símbolo de libertad y es para todos; por eso se ha conservado», dijo Silecchia, que ha tomado la custodia de la cruz como una misión personal. Frente a las amenazas de los habituales “defensores de los derechos civiles” americanos, recurrió incluso a la magistratura para evitar que desapareciese este símbolo visible y elocuente que domina la Zona Cero.

Fiel para siempre
«Se habla mucho sobre el tipo de monumento que se debe construir en ese lugar: a mí me bastaría con la cruz», dijo Jean Palombo a unos amigos tras la ceremonia en St. Peter. Con un brazo pegado al cuello por una fractura que hace todavía más complicada una vida difícil de por sí, pronunció su testimonio, que conmovió y desató un enorme aplauso del público. Jean es la viuda del bombero Frank Palombo. La suya es la historia de una relación contrastada con la fe, llena de interrogantes. «Hace diecisiete años Frank y yo ya llevábamos casados tres años y aún no teníamos hijos. Yo no quería: sabía que tenerlos significaba traerlos a este mundo de sufrimiento». Fue la insistencia de Frank en introducirla dentro de la Iglesia católica, de la que se había alejado, lo que la ayudó a comprender qué quería de ella Dios. En 16 años los Palombo tuvieron diez hijos. Ahora que el padre de familia ha desaparecido bajo una torre hacia la que corrió para salvar otras vidas humanas, Jean da gracias a Dios por los hijos que le dio («sin ellos no podría») y por los amigos más cercanos. «Mi marido me ayuda; cada día su presencia es más fuerte. El Señor ha sido fiel a Frank, a mí y a todos los que le somos fieles. Todos los días pienso que soy viuda, tengo diez hijos, un brazo roto y que no podré conseguirlo; sin embargo, puedo y lo consigo».

La lectura del mensaje de don Giussani “Mujer, ¡no llores!” siguió a las palabras de Jean Palombo, aunándose profundamente con ellas. De igual modo, el canto Cruz fidelis inter omnes acompañó casi de forma natural al relato de Silecchia acerca de la Cruz, y las palabras del Papa para el primer aniversario del atentado abrazaron el testimonio de Tom Cashin, gran amigo de la comunidad de Nueva York, que ha sido recientemente ascendido a vicecomandante del Departamento de Bomberos. Tom contó el duro año de los bomberos, marcados por la muerte de 343 compañeros y la experiencia personal de haber intuido más a fondo «el valor de la vida humana».

Un complejo desafío
Afrontar el aniversario del 11 de septiembre era un difícil desafío. La Junta Municipal llevaba meses reflexionando sobre lo que se debía hacer ese día, y acabó rindiéndose a una evidencia: mejor dejar hablar a los muertos, porque los vivos no saben qué palabras utilizar para confortar a la gente. Así que el 11 de septiembre de 2002 en la Zona Cero se leyeron los 2.801 nombres de las víctimas y los únicos discursos oficiales fueron los de algunos renombrados difuntos: palabras de Lincoln, de F.D. Roosevelt o de autores de la Declaración de Independencia.

La ceremonia de St. Peter fue muy distinta. Frente a la dificultad de los hombres de hoy para dar sentido a lo ocurrido se volvió a proponer la evidencia de la Cruz y la esperanza que nace del encuentro con Cristo presente. «¿Cómo es posible testimoniar la vida junto a un lugar de muerte?», se preguntaba el padre Richard Veras, abriendo el acto. La respuesta fueron las palabras del Papa, de don Giussani, de Pèguy, los cantos del coro dirigido por Christopher Vath, las lecturas de fragmentos del Evangelio, los testimonios de Cashin, Silecchia y Jean Palombo. «La muerte y el terror no tienen parangón con la vida de Cristo», escribió a CL el arzobispo de Nueva York, cardenal Edward Egan, al dar su paterna bendición a la conmemoración. «Nosotros proclamamos con alegría y sin miedo - concluía el padre Rich, antes de entonar el Padre Nuestro - que pertenecemos a algo más grande».

Un e-mail que se recibió en la sede de CL de Nueva York al día siguiente fue uno de los regalos más entrañables para quienes habían trabajado en los preparativos de la ceremonia: «Gracias por un encuentro tan conmovedor», escribió Michael T. McVey. «He pasado el último año trabajando en la Zona Cero, y me preguntaba cómo se podía o debía conmemorar de manera más significativa el día más oscuro en la historia de nuestro país. Vuestra ceremonia ha colmado, e incluso sobrepasado, mis expectativas. Que todo vuestro esfuerzo pueda seguir siendo bendecido como lo ha sido esta conmovedora liturgia».