PRIMER PLANO
Comentarios a la Carta a la Fraternidad
Julián Carrón
Profesor de Sagrada Escritura en la Facultad de Teología San Dámaso
de Madrid
Querido don Giussani: Quiero comentarte la última cosa que me ha venido
a la mente volviendo a leer la Carta a la Fraternidad para preparar los Ejercicios
de los Memores Domini.
«
Advertir la presencia es advertir que la nada está vencida». Esta
cita de Cornelio Fabro expresa muy bien el significado de la carta que es un
testimonio del Ser. Que el Ser existe, que Dios es todo en todo se hace evidente
mediante este testimonio, que nos manifiesta el Ser mientras dice: «Estoy
aquí, soy yo. Cuando alguien no me reduce y se deja tocar por la realidad
de lo que yo soy, se convierte en un hombre de este calibre». ¡Cómo
se impone el Ser!
Una abstracción, algo virtual, no hace vibrar a un hombre de esta manera.
No lo cambia de este modo. Es necesario el Ser para explicar el hecho de esta
carta. Fe: reconocimiento de una Presencia presente.
A través de ti – de tu carne – el Misterio del Ser desafía
nuestra nada y la vence. Y nos acompaña: «Estoy aquí. No
tengáis miedo. Ya lo veis, soy más potente que la nada».
Por ello, lo que vemos acontecer en ti delante de nuestros ojos, nos permite
comprender lo que le pasó a la Virgen. Siempre partimos del presente.
De lo contrario, sucumbimos a nuestra imaginación.
Quiero volver a verte pronto para continuar compartiendo la aventura del Ser,
que en estos últimos tiempos se me impone con una potencia nunca experimentada
antes.
Un fuerte abrazo.
Francesco Cossiga
Ex presidente de la República Italiana
En su carta del 22 de junio de 2003 a la Fraternidad de Comunión y Liberación,
Luigi Giussani continúa con su inteligente, nada abstracta, pero pastoral
obra de enseñanza teológica, que habla a la vez al corazón
y a la mente de la trascendencia y de la “carnalidad” de la Revelación
y de la Redención, fuera de cualquier esquema “iluminista” o
de piadosa devoción. Habla de la maternidad de Dios, que se ha realizado,
en el espacio y el tiempo, en la maternidad de Jesús el Cristo, en María
y lo que en ella significa la proclamación de este dogma por parte del
Concilio de Nicea: la divinidad de Jesús el Cristo no sólo en el
Jesús-Logos, sino también en el Jesús-Hombre, y la unidad
de las dos naturalezas, divina y humana, en una sola y única persona humano-divina,
que ata por la Eternidad, lo Eterno al tiempo y, por tanto, lo Eterno a la historia,
el Infinito a lo Finito y que de este modo, garantiza la resurrección
del hombre en su integridad. Sólo la virginidad de María podía
ser la única modalidad de encarnación del Logos. Si Jesús
hubiera sido hijo de una semilla humana y de una mujer cuya fertilidad estuviera
ligada a una “carnalidad” parcial e individual, no habría
podido unir en una sola persona la naturaleza divina del “Logos”,
espiritual y eterna, espiritualizando y eternizando en Cristo una carne que,
al no ser fruto de una única semilla, es la carne, por decirlo así, “universal” de
la humanidad, la cual en Cristo resucitará a los hombres en su tierra,
conocerá en sí misma nuevos cielos, resucitará a los hombres
en su tiempo y en su historia y, juntos, se dilatarán en la Eternidad.
Este es el sentido, el significado de la virginidad de María: un evento
que no es una “verdad de filósofos”, sino un hecho histórico
que se acepta con la fe.
Luigi Accattoli
Vaticanista del Corriere della Sera
Al leer el mensaje fuerte de don Giussani, llevo mi mente a sus ochenta benditos
años y me nacen estas reflexiones: a su edad, él no deja de pensar
en la humanidad de Cristo y de buscar la familiaridad con Él; cada vez
que lo hace, busca nuevas palabras para comunicar lo que ha contemplado; y siempre
ofrece su compañía a los amigos para realizar ese camino. Medita,
comunica y ofrece su compañía a quien le escucha. Los lectores
de Huellas conocen mejor que yo esta pedagogía. Mis palabras, que llegan
desde el exterior, pueden ayudarles a mirarla de nuevo con los ojos de quien
acaba de descubrirla. En muchas páginas de don Giussani – en estas
ciertamente – se advierte la fascinación y la fatiga de quien piensa
en algo que no se ha pensado todavía por completo, que es inagotable.
Por ejemplo, que Dios es la medida del deseo. Se deja provocar por los versos
de Dante. Pero sabemos que le bastaría cualquier provocación, porque él
nunca se detiene en lo ya pensado. Es su modo de permanecer joven.
Constantino Esposito
Profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de Bari
Parece que el ser se ha convertido en el huésped más inquietante
de la filosofía contemporánea. Puede parecer paradójico,
pero hoy, en el horizonte del debate filosófico, sería difícil
encontrar a alguien dispuesto a admitir que la realidad – las cosas, los
acontecimientos, los hechos, en una palabra, el ser – pueda conocerse realmente.
Es igualmente difícil que alguien entienda aún el conocimiento
como el encuentro y el impacto que provoca en nosotros la realidad, lo que, simplemente,
existe.
¿
Quién no comparte el mensaje de Kant, por el que se conoce sólo
lo que puede probarse (lo que él llama experiencia), mientras que el destino
del ser sería una pura idea de la razón, un producto del pensamiento
sin relación alguna con la experiencia?
Y, si es cierto que después de dos siglos, gracias al genio trágico
de Heidegger, el problema del ser ha vuelto a la escena filosófica, tal
problema continúa todavía definitivamente impregnado de una imposibilidad
radical para comunicarse como una presencia con la que uno se puede encontrar.
Es como si nosotros entrásemos en relación con las cosas (con nosotros
mismos y con el mundo) en el mismo instante en el que su ser – es decir,
su sentido y su verdad – las abandona y nos abandona. Pero así,
la relación se interrumpe y la experiencia del ser se reabsorbe en los
mecanismos conceptuales de nuestra mente, en la reacción de nuestras emociones,
en las interpretaciones llenas de prejuicios de la cultura dominante. A esto
parece que se reduce la experiencia del ser en la época nihilista: a una
construcción cultural.
Lo que me sorprende de la intervención de don Giussani es que, dentro
de este clima, introduce con libertad una experiencia que creeríamos imposible,
y en ella, se advierte una bocanada de aire fresco para el mismo pensamiento,
no ya entendido como la búsqueda de lo ya sabido, el juego de espejos
gestado por los intelectuales del poder, sino como una mirada que descubre continuamente
lo que existe, y pregunta siempre por lo que no conoce, e incluso por lo que
ya ha empezado a conocer. La novedad es el ser, siempre. Que el pensamiento sea
capaz de vivir una novedad, que lo finito sea capaz de infinito, no en el sentido
de que lo construya, sino que pueda recibirlo, reconocerlo o acogerlo como un
dato misterioso: esta es la partida decisiva que don Giussani me invita a jugar
como protagonista, como quien quiere descubrir las cosas, sin saber a priori
el resultado. El ser es misterio no en el sentido de un anónimo enigma
que se escapa a la experiencia, como si fuera un refugio para nuestras pretensiones
y nuestras impotencias teóricas y morales, sino que es misterio precisamente
porque nos es dado, es dado a alguien, es donado. Se trata de una verdadera y
propia “percepción” del misterio, y por tanto, de un modo
preciso de conocer lo que es finito como una “forma” en la que vibra
una fuente y un significado más grande. Sin este descubrimiento del ser,
los datos reales no serían experimentables, pero sin estos datos, el misterio
mismo permanecería en su abstracción. Si dato y misterio están
unidos desde su origen, conocer la realidad significa, en el fondo, pedir el
ser. Y así, pedir al ser mismo que me alcance, que “sea” para
mí. El conocimiento, o es afecto o no existe.
José Andrés Gallego
Catedrático de Historia Contemporánea e investigador del CESIC
Llama la atención la pedagogía de don Giussani, empeñado
en tres cosas: una, hablar con un lenguaje nuevo, que no induzca a pensar «ya
estamos con aquello»; la otra, hacerlo como propuestas que obliguen a reflexionar
por sí mismo al que lee o escucha y, con ello, a ser uno mismo quien descubra
libremente el paso que ha de dar; la tercera, no escamotear la dificultad de
entender la parte de la verdad cristiana que excede infinitamente las posibilidades
de comprensión del ser humano. Simplificar las cosas, a costa de su profundidad
y, a veces, de la propia verdad, ha sido una de las tentaciones principales en
las que han caído algunos pastores católicos en los siglos de vida
de la Iglesia.
La Carta a la Fraternidad forma parte de ese depósito difícil de
comprender pero es capital. Se trata de poner de manifiesto el enlace entre metafísica
y hecho cristiano. Empezaron a hacerlo los primeros padres de la Iglesia, cuando
asumieron la forma de comprender el ser, como suma de perfección y de
pureza, de los neoplatónicos, Plotino a la cabeza. En el último
medio siglo, no pocos teólogos y pastores católicos han defendido
(y defienden) la idea de desvincular cristianismo y filosofía (y metafísica)
con el afán de permitir que, así, el cristianismo se “inculture” de
nuevo en cualquier cultura. Y el resultado es la regresión a un puro fideísmo,
cuando no la propuesta de un cristianismo adogmático y, por tanto, esencialmente
relativo. Se olvida que la incardinación originaria del cristianismo en
la cultura helenística también forma parte de la pedagogía
de la Encarnación, en el sentido de que fue la realidad concreta en la
que Dios quiso encarnar el culmen de su revelación y la comprensión
del hecho cristiano.
Ahora bien, lo decisivo de esa imbricación entre metafísica y cristianismo
es que expresa de forma vívida precisamente lo que constituye el núcleo
del Misterio cristiano: la concreción de lo infinito. Si se prefiere,
la concreción de la metafísica en física, la de lo eterno
en lo temporal más concreto; porque eso es lo que sucedió cuando
el Verbo se hizo carne y eso es lo que vuelve a hacer posible – después
de la aparición del pecado sobre la Tierra – nuestra propia consistencia
como seres absolutamente finitos destinados a ser inacabadamente eternos. Que
eso sucediera – comenzara – en la Virgen tiene que ver también
con la relación entre metafísica y cristianismo. Aquí, aquella
idea de Plotino de que el ser supremo es el ser perfecto y puro por antonomasia.
Por eso el Ser es virginidad y, al mismo tiempo, es materno al inundar y empapar
la realidad finita en su totalidad. El vientre de María es el lugar concreto,
espacial e histórico donde eso sucede: donde lo infinito se hace finito,
en el sentido de que tiene un momento temporal y un sitio espacial muy concretos
y precisos y, con eso, enlaza con todos nosotros y con toda la realidad creada,
que es finita, y puede redimirla. Así es como la virginidad genera maternidad.
Esto no se me impone, sino que se me propone. La mediación entre el Ser
y lo finito de mí mismo, para que yo no quede anulado ante Aquél,
consiste en la dialéctica entre deseo, mediación, libertad y amor.
La finitud –una finitud abierta a lo infinito – supone deseo y, en
efecto, el deseo forma parte de mi naturaleza; es lo que me impulsa permanentemente
a buscar. Si no hubiera deseo, sólo habría satisfacción
o insatisfacción fisiológica, pero sin un yo que tomara conciencia
de esa satisfacción o insatisfacción.
Ahora bien, el yo, el deseo y la conciencia son tanto como decir libertad. El
Ser no puede responderme manifestándose plenamente; si lo hiciera, me
aniquilaría. La misma dialéctica virginal-maternal del Ser, de
la que habla don Giussani, es ya una mediación. El Ser recurre a mediadores;
se me manifestó una primera vez como un destello de sí mismo. Habitualmente,
lo hace encarnado en otro, cuya personalidad nos atrae; de manera extraordinaria,
con el destello personal de la Luz. Y, cuando lo encontramos, no se nos impone
tampoco, sino que se brinda a nuestra libertad. No es que sea así porque
sí, sino porque no puede ser de otro modo desde el momento en que me llama
por mi nombre – tú – y suscita un deseo y busca un mediador.
La libertad es esencial en el cristianismo. Por eso es dramático que el
cristianismo se reduzca a dogmatismo o a moralina, a código de obligaciones
intelectuales o volitivas. La libertad es esencial no porque lo digamos, sin
más, sino porque es la única posibilidad de responder a la mediación
entre el deseo y lo infinito. Si no la hubiera, no existiría tampoco el
deseo; el deseo conlleva la libertad.
Pero la libertad me constituye de suerte que, si digo que sí, lo que hallo
no es la mera constatación de que estoy en lo cierto, sino la de que soy
amado infinitamente.
Marco Politi
Vaticanista de La Repubblica
Os dejo alguna reflexión, que surge fundamentalmente de las sensaciones
del alma.
En el mundo contemporáneo, marcado por primera vez por una auténtica
y completa universalidad, es justo y digno darse cuenta de que existe una pluralidad
de “eventos” religiosos que han cambiado profundamente la historia.
La predicación de Mahoma, el camino de Siddhartha Gautama hacia la ascesis,
han movido el corazón y el destino de cientos de miles de personas y no
sólo en determinadas épocas, sino en el sucederse de la historia,
en una dinámica que llega hasta hoy. El cristianismo no vive en el desierto,
no actúa en medio de los ídolos. Crece y respira en medio de millones
de corazones inspirados por la religión (o por la ética de alguna
filosofía).
No es algo sin importancia. No se trata de una invitación a relativizar,
homogeneizar o empastarlo todo bajo el signo del sincretismo. Al contrario. Quizás
es el signo de la vitalidad de la creación con la que tenemos que hacer
cuentas y también, quizás, de la libertad absoluta de lo divino
para dejar sus signos como quiere, donde quiere y cuando quiere.
La idea de la libertad de Dios, de su absoluta libertad es un concepto para pensar
en profundidad, para reelaborar sin temor, para digerir – casi diría– sin
prejuicios. ¿No es a caso verdad que durante siglos la libertad divina
ha sido vista muchas veces sometida a las directrices marcadas por los hombres?
Estas son reflexiones de un laico, plenamente consciente de que el misterio de
la divinidad y su búsqueda son parte imprescindible del camino de los
hombres y mujeres a lo largo de la historia. Por tanto, es algo que atañe
a todos, algo sobre lo que todos tienen que argumentar en el ágora del
mundo. ¿Qué distingue, entonces, al “acontecimiento de Cristo”? ¿Qué es
lo que lo hace único respecto a los demás? Creo que se trata de
esa admirable carnalidad a la que don Giussani se refiere cuando repite, sorprendido,
los versos de Dante Aligheri. Un estupor que nos invade a todos al aferrarnos
a la potencia del poeta. Es esta carnalidad tan real, tan tocable, tan plena
la que – parafraseando a don Giussani – no sólo hace a lo
creado totalmente «digno de ser aceptado por el hombre, ofrecido al hombre»,
sino que, al mismo tiempo, lo hace totalmente digno de hospedar al Espíritu.
Es un concepto potente, un motor potente para actuar en sentido religioso y humano.
Pero, porque el mal forma también parte de lo cotidiano – y también
actúa – es necesario que cualquier intuición y aliento espiritual
tomen cuerpo así mismo en un “hacer” inscrito en la historia,
en la crónica del mundo, en lo público y en lo privado.
Sí, la caridad puede y debe considerarse como la única forma de
la moralidad. ¿No la indicaba ya san Pablo como el signo supremo? Sé bien,
creo que todos lo sabemos, que las palabras amor y caridad han sido malgastadas
por un gusto dulzón que no merecen. Diría entonces que los creyentes
de todos los credos confían la fuente viva de la esperanza a un imperativo
exigente: ser humanos con cada ser humano.
Robert Fawcett
Estudiante protestante de Evansville (Indiana, EEUU)
Cuando leí la carta de don Giussani, me impresionó esta frase: «La
figura de la Virgen es el constituirse de la personalidad cristiana». Yo
miro la figura de la Virgen en las Escrituras, sobre todo en la Anunciación,
y veo que ella eligió libremente decir «sí». Su elección
no se vio obstruida por nada gracias a su Virginidad. Ella ejercitó su
plena libertad, y como consecuencia, obedeció. María se encontró ante
algo mucho más grande que ella. Y este encuentro reverberó dentro
de ella. María dijo humildemente: «Hágase en mí según
tu palabra». Cuando digo «sí», acepto y sigo, sigo a
alguien o algo que me conmueve y que encuentra un reflejo en mí. Un amigo
mío, Branden Robards, me ha ayudado mucho en la vida, porque me quiere
y, antes de nada, quiere mi libertad. Estoy con él porque me provoca y
me desafía. Sigo a este hombre exactamente igual que María siguió a
Cristo. La razón por la que le sigo es porque lo quiero. Me sorprende
mucho. Él trabaja y además se dedica al voluntariado. Está casado
y tiene dos hijos y, aún así, siempre tiene tiempo para mí.
Es un protestante evangélico, no es de CL, pero vive el carisma del movimiento.
Como protestante, yo me guío por las Escrituras, pero también por
la carne a la que Ella obedeció y siguió. Como cristiano quiero
hacer lo mejor posible para imitar esta obediencia.
Cardenal Adrianus Johannes Simonis
Arzobispo de Utrecht (Países Bajos)
Envuelto por el pueblo del Meeting de Rímini, no me es fácil detenerme
un momento para hacer un comentario a la última carta de don Giussani
a la Fraternidad de CL. Es evidente la profundidad del pensamiento de pura contemplación
que esta nos impone.
No se trata de un comentario, como me habéis pedido, sino de la impresión
inmediata que me han sugerido sus palabras: son un himno al núcleo de
la fe, de la fe católica cuyo eje es la Encarnación. En la fe de
la Encarnación se sostiene la paradoja, las múltiples paradojas,
que sólo el hecho histórico de Cristo supera. En el sentido de
que Cristo las abraza. Entiendo por paradoja una aparente contradicción
que se da entre dos términos. La primera paradoja es la que se da entre
el Ser que es todo y la aparente nada de la realidad. Desde esta perspectiva,
la letra evita admirablemente el doble peligro de hoy, el del nihilismo y el
del panteísmo. El Ser y la realidad son inseparables, pero no se confunden.
La segunda paradoja diría que tiene que ver con la libertad, tan querida
para don Giussani. Es sorprendente ver cómo renueva la más hermosa
tradición de la Iglesia: que Dios quiera suspender Su libertad de la libertad
del hombre. Y precisamente este vínculo establecido por el Misterio es
lo que permite a Dios y a la criatura afirmarse por lo que son. Llegaría
así a la Virginidad, a María, madre, porque hija, a la raíz
de la paradoja de la fe católica. El cristiano más “pequeño” es
la presencia de un alter Christus. No se identifica con Cristo, pero Cristo se
identifica con él. Mi comentario no trata de ser especulativo, sino que
intento reflejar la primera reacción ante un texto que de modo tan admirable,
por su capacidad de comprometer, obliga y exalta la razón.
Parece que se confirma la tarea de monseñor Giussani y de sus cada vez
más numerosos amigos de regenerar la mentalidad en función del
Acontecimiento cristiano.
Se ha abierto un camino providencial para liberar a la fe de su reducción
a moral.
Sólo de este modo la Iglesia puede volver a ser vida entre y para los
hombres.
Yordanis
Profesor de Instituto (Cuba)
«
Y abajo, entre los mortales, eres fuente viva de esperanza». No hay nada
más concreto para un pueblo arraigado en la nada, que le han creado raíces
en la nada, que la mirada de la Virgen. Este es el modelo humano en su cumplimiento,
pues la revolución más grande es aceptar el ser. Vivir la vida
como don amoroso de Otro, atento a cada gesto de lo que es “aparente”.
Pendiente de un modo más vivo de la realidad, abrazándola en cada
instante. Un pueblo necesita de este rostro, de la presencia de la Madre que
porta en su seno, que educa, que se hace presente en la carne, en la relación
con los rostros concretos de unos amigos. Por ello estamos juntos.
John G. Vlarny
Arzobispo de Portland (Oregón, EEUU)
En la Thuile, en compañía de mis queridos amigos de CL, si bien
de un modo inconstante y aún frágil, era más consciente
de estar junto a la Virgen, ante la mirada potente y benigna del Señor.
Como María ante el anuncio del ángel, también yo me he conmovido
por el Infinito y he vuelto a nacer a la fe a través de la misericordia
de Dios. Jesús, el Santo Hijo de su seno, me ha alcanzado mediante esta
compañía maravillosa con el canto, la plegaria, el compartir. Se
me ha hecho evidente que María respetó la libertad de Dios obedeciendo
a Su llamada. Nosotros decimos a menudo: «Los caminos del Señor
no son nuestros caminos». He rezado para que, de algún modo, mi
vida pueda ocuparse de Dios y de los demás a través del abrazo
filial de Su camino, que María ha modelado tan maravillosa y libremente,
para las personas de todas las edades y lugares.
¡
Ven Espíritu Santo, ven por María!
Giovanni Ungarelli
Administrador de la Editorial Marietti
Querido don Gius: Hace mucho calor, pero leyendo una y otra vez tu carta a la
Fraternidad del 22 de junio, todo lo que disturba nuestra vida cotidiana pasa
a un segundo plano. La he leído muchas más veces que el Patriarca
y me he convencido de que me encuentro frente a un evento extraordinario. Siete
puntos de grandísima importancia que no pueden quedarse sólo enunciados.
Cada argumento se soporta porque tan extraordinarias reflexiones se amplían
contigo para entender mejor su importancia. Me han dejado estupefacto las pocas
palabras entre paréntesis a cerca de la Trinidad: (la esencia de la Trinidad
son los tres que se aman) escribiendo esto, has añadido en mí un
misterio al misterio, porque primero divides a los tres y luego los reúnes
en el amor, en su amor infinito que se convierte en caridad. Don Gius, gracias
de nuevo por todo lo que me das.
Con estima.
John Mc Carthy
Profesor de Filosofía en la Universidad Católica de Washington
DC
Las palabras de los filósofos nos golpean a menudo con su horrible abstracción,
al mismo tiempo que la filosofía se vuelve metafísica. La abstracción
no es mala en sí misma: las matemáticas, por ejemplo, serían
imposibles de otro modo. Cuando un texto filosófico nos parece abstracto,
juzgamos que es fallido, porque se salta u omite algo esencial, vital. Sin duda,
muchos filósofos, en realidad muchos grandes filósofos, han caído
en este error. Sin embargo, la metafísica siempre ha aspirado a ser la
ciencia y la investigación más concreta, porque no debe dejar atrás
nada, nada que haya que tener en cuenta. La metafísica trata de entender
todo lo que existe, la razón por la que existe. Esta ambición sería
ridícula, o patética, si el filósofo no fuera consciente
de sus propios límites, partiendo de la evidencia de que su propia existencia,
su mismo ser, no están tampoco bajo su control, y si no fuera porque su
aspiración es, de algún modo, la representación del deseo
de conocer que, como don Giussani a menudo recuerda, está en acto constantemente
en cada hombre, sea o no filósofo. Confieso que cuando leí por
primera vez la carta de don Giussani a la Fraternidad me sentí – y
creo que no soy el único – abrumado por mi incomprensión.
Un momento después tuve que luchar contra la tentación de juzgarla
excesivamente abstracta, más que ponerme en juego seriamente con su obvia
densidad e inteligencia. Después de muchos intentos, lo que tengo claro
es lo lejos que estoy de haber comprendido sus palabras, y más aún
de empezar a vivirlas. Pero no son mis deficiencias lo que predomina cuando leo
la carta. Lo que más me sorprende es la humilde audacia de don Giussani,
o mejor dicho, su humildad audaz. A él no le preocupa usar el lenguaje
pretencioso de la metafísica (“ser”, “naturaleza”). ¡Y
nos habla con esta certeza! Más notable aún es su atrevida identificación
entre “ser” y “virginidad”. ¿Qué filósofo,
y de hecho, qué teólogo ha dicho algo así? Sólo su
humildad le permite ser tan tenaz. ¿Quién, sino un niño
tan maduro puede hablar con semejante seguridad, familiaridad, de la Virgen Madre
y de la creación entera?
Como segundo pensamiento, lo que sigue conmoviéndome de la carta es el
extraordinario espíritu de Fraternidad que la anima. Porque en cada renglón
aparece su deseo de incluirnos a cada uno de nosotros en su himno a la Madre
del Dios Creador, y de incluirnos no sólo como “objetos” de
su plegaria, sino también como “sujetos”, es decir, como plenos
participantes activos con él, en su trabajo de generación. Este
pensamiento me ha abrumado por segunda vez, con una gratitud que no sé expresar
de un modo adecuado.