Sin educación en la realidad no hay salvación

Entrevista exclusiva al filósofo francés que en su último libro, L’imparfait du présent, habla del resentimiento del hombre moderno hacia lo real como dato e invita a una conversión existencial: sustituir el principio de placer por la gratitud

RODOLFO CASADEI

El intelectual laico europeo más cercano al espíritu del Meeting de Rímini recién concluido es Alain Finkielkraut. Su último libro L’imparfait du présent, es una apología de la realidad como “dato” y de la belleza como universal irreducible al relativismo cultural. Un contenido totalmente en sintonía con el lema “El sentimiento de las cosas, la contemplación de la belleza” que ha dado título a la reciente edición del Meeting. «Sobre la realidad y sobre la experiencia que el hombre está llamado a realizar pesan hoy - escribe Finkielkraut - numerosas amenazas: su reducción a esencia virtual, a pura maleabilidad, a vibración sentimental, a excusa para la ideología, etc. Todo ello es consecuencia del resentimiento del hombre moderno hacia la realidad como dato. Pero lo que necesitamos para salvarnos a nosotros mismos y al mundo es alimentar la gratitud y honrar la belleza». He aquí la entrevista que el filósofo francés ha tenido a bien concedernos.

Su último libro podría definirse como una arenga en defensa de lo real, cada vez más maltratado hoy día. Usted ha escrito que «expuesto a la competencia permanente de lo virtual» y sometido al «dispositivo del utilitarismo universal... lo real está ahora bajo sospecha». Se habría suprimido la «diferencia entre “ser” y “estar a disposición”». ¿Dónde se manifiesta esta degradación de lo real y cuáles son sus causas?

En el libro pongo muchos ejemplos, grandes y pequeños; ahora pondré uno reciente: en París el alcalde ha hecho instalar sombrillas, tumbonas, palmeras y arena en las orillas del Sena. Esto, ¿qué significa? Que se ha suprimido la diferencia entre lo cercano y lo lejano, que el aquí está en otra parte y los otros lugares están aquí, que el dato ya no existe, la humanidad ha decidido deshacerse de él en nombre del principio de placer. Se tiene ganas de una playa en París, pues se crea una playa en París; tal vez mañana se decidirá adaptar los canales de Venecia para una carrera de motoras o de esquí náutico. Es la apoteosis de la técnica en el sentido que Heidegger le dio a esta palabra: no se trata simplemente del conjunto de las máquinas y de los motores, es mucho más que los instrumentos en manos del hombre; se trata de una bien definida visión del mundo donde todo está a disposición del hombre. Se trata de una transformación inscrita de alguna manera en el gran proyecto de la modernidad: es el cumplimiento de la idea según la cual el mundo está hecho exclusivamente para el hombre; en el culmen de esta metafísica de la subjetividad el hombre no encuentra ya nada más que a sí mismo, bajo la forma de sus productos y de sus caprichos realizados. Tal vez estemos viviendo el fin de la realidad como dato.

¿Por qué el sentimiento humano de las cosas aparece tan empobrecido? ¿Es a causa del exceso de racionalidad instrumental o es por carencia de amor a la realidad en su alteridad?

Las dos cosas están ligadas. Lo real en cuanto tal es irreducible, pero la racionalidad instrumental tiene una característica atractiva y peligrosa: que parece poder someter cualquier realidad al principio de placer.

Así pues, parece que la frontera entre el interés por lo real y la manipulación de lo real se ha suprimido. Esto trae a colación la cuestión del significado. Hace quince años, en el libro La défaite de la pensée, usted nos avisaba de que la post-modernidad comporta el aniquilamiento del significado, la reducción de la experiencia humana a feeling y de la razón a instrumento de manipulación. ¿Cómo se puede invertir el proceso?

Evidentemente es necesaria una conversión existencial, que implica el regreso a un sentimiento completamente olvidado, ocultado, desfigurado: el de la gratitud. La antropología cultural nos explica que los sacrificios humanos tenían entre otros fines el de compensar de alguna forma el excesivo poder sobre las cosas asumido por los hombres. Naturalmente, nadie pide hoy que se vuelva a los sacrificios humanos, pero existe sin duda la necesidad de ver en el dato la realidad milagrosa del don.

Tal vez para invertir el proceso la cultura debería volver a ser espacio de búsqueda y de expresión del universal: el bien, la verdad, la belleza. Pero usted escribe que «es precisamente dentro de sus santuarios donde la cultura profundiza en la indiferenciación cultural y se desconoce su valor de verdad en favor del inofensivo relativismo de los valores». ¿Qué trata de decir?

Trato de decir que Umberto Eco se equivoca cuando describe nuestra situación como una nueva Edad Media, en la que la cultura, ante la barbarie de la industria cultural y de la mediocridad televisiva, se retira al interior de las universidades como en el pasado se retiró a los monasterios. No es así, porque es justamente dentro de las universidades de hoy donde se cultivan las tesis nihilistas del relativismo cultural. El rostro contemporáneo del nihilismo se resume en la frase “todo es igual”, y esta doctrina se construye precisamente en las universidades.

El universal sale por la puerta de la cultura, pero vuelve a entrar por la ventana de la “jurisdicción universal” de los tribunales mundiales. ¿Qué podemos esperar de esa iniciativa? ¿Por fin el triunfo sin obstáculos del bien y de la verdad, si no también de la belleza?

No creo. Pienso que en el origen de la Corte Penal internacional existen sentimientos muy nobles, está la aspiración de castigar a los dictadores por sus fechorías y de disuadirles de hacerlas gracias a la existencia de este tribunal. Pero no creo que la justicia pueda sustituir a la política y asumir la responsabilidad respecto al mundo en su lugar. La Corte Penal internacional corre el peligro de echar leña al fuego de los conflictos en el momento en que se difunda la tentación de acusar a los adversarios de crímenes contra la humanidad. Pero si el adversario es un enemigo del género humano, entonces ya no puede ser un adversario legítimo y el conflicto con él se volverá implacable. Tengo miedo de que esta forma de justicia desemboque en una nueva radicalización política, en una nueva trasgresión de los límites que en el pasado permitían distinguir al enemigo del criminal y así hacían posible llegar a hacer las paces con él.

Es verdad que vivimos en una época de relativismo cultural, de nihilismo postmoderno, pero también se ha puesto de moda un retorno de la ideología, es decir, un “pensamiento fuerte”: pensemos en los movimientos Antiglobalización, en el extremismo islámico, etc. ¿Usted también lo constata?

Lo que vuelve a estar de moda es el pensamiento binario, la reducción de la pluralidad humana y de la complejidad de las cosas al esquema de la alternativa única. Hubo un momento en el que pensamos que la hostilidad hacia cualquier forma de totalitarismo nos permitiría salir del dualismo y arribar a la sabiduría práctica, es decir, tratar cualquier conflicto como un caso aparte. Desgraciadamente no ha sido así. Todo ha vuelto a ser simple, el apego inquebrantable a la causa mundial de los oprimidos reduce cualquier situación política a un enfrentamiento entre opresores y oprimidos. Es el caso del movimiento Antiglobalización, ha sido el caso en Francia de los 15 días de “éxtasis antifascista” que han precedido a la segunda ronda de las elecciones presidenciales, a la que optaba Jean Marie Le Pen. Es el caso de la forma que ha adoptado el apoyo a la causa palestina: los palestinos representan a la humanidad, el estado de Israel es culpable en cuanto estado judío de apartheid, racismo y etnocentrismo. Y, tanto desde la óptica del viejo anticolonialismo como desde una óptica postmoderna, se acaba soñando para esta región con un estado con iguales derechos de ciudadanía para todos, como si Arafat, que sería llamado a gobernarlo, fuese una especie de Habermas (austero filósofo político alemán, ndr) con la kefiah.

La que usted define como «la utopía triunfante» - sea la política o la de los antiglobalización, la de los extremistas islámicos o la científico-tecnológica, de que es propia de la biotecnologías - anuncia, al igual que las utopías del pasado, que nos «liberará de la prisión de la realidad como dato». Usted replica que nos privará del «dato como presente». ¿Por qué?

Porque creo que lo que caracteriza a la modernidad es el resentimiento hacia todo lo que se presenta como dato (nótese que en italiano “dato” significa dato y dado, en el sentido de “donado”. El autor lo emplea con ambas acepciones, ndt.) y creo que no existe salvación para todos nosotros más que en el abandono de este resentimiento, es decir, en el retorno a la gratitud. Pero ésta es una disposición de ánimo que nos resulta particularmente difícil, dado que vivimos en un mundo sin Dios. Estamos frente a un dato sin el Donador.

Para terminar, dos palabras sobre belleza y contemplación. La manipulación universal y la supremacía del principio de placer vuelven anacrónica la idea de contemplación, mientras que la aproximación culturalista, con su relativismo, banaliza la belleza, reduciéndola a particularismo cultural. Entonces, ¿debemos de verdad renunciar a la contemplación de la belleza? Y, ¿cuáles serán las consecuencias? ¿Serán más de orden estético o de orden moral?

Creo que serán tanto de orden estético como moral. Si la belleza, como escribe Valery, es una especie de muerte, y su lugar lo ocupan la intensidad, la novedad y todos los valores dinámicos, entonces esta tendencia favorecerá o agravará el hundimiento del mundo que ya podemos observar. La belleza es también el reclamo a recordar que no todo está hecho para nuestro consumo y que la apropiación no debe tener la última palabra. Si no queremos habitar en un mundo dominado exclusivamente por el desencadenamiento de los apetitos y el enfrentamiento de las necesidades de sujetos cada vez más ávidos e impacientes, es necesario que la belleza siga preservándonos.